Monumento derribado: El general Prim descabalgado. Iconoclastia barcelonesa, 1936.

En una escueta noticia, el diario La Vanguardia informó el martes 22 de diciembre de 1936, del derribo de la estatua erigida al General Prim en el parque barcelonés de la Ciudadela. En el escrito del diario simplemente se explicaba el hecho, no daba ninguna pista de los autores o de los motivos. Sin embargo sobre la autoría no podía haber excesivas dudas ya que en el pedestal solitario los autores habían dejado su firma: “F.A.I. Monumento derribado por las J.J.L.L. de Gracia”.

     

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El saludo de Prim

Se conserva una fotografía del cuerpo derribado de Prim tirado en el suelo, aunque no del caballo. Es una imagen muy interesante. La figura de Prim todavía conserva la gruesa soga en el cuello que sin duda sirvió para derribarla. La cabeza ladeada en un ángulo imposible con el cuerpo reafirma la certeza de la muerte, la cabeza hundida en el tórax… Sin embargo, el  brazo derecho extendido y levemente levantado todavía conserva en su mano el sombrero que el general se había quitado para saludar. Interesante paradoja del cadáver de plomo que todavía es capaz de saludar. Saludo al que son totalmente indiferentes los hombres que rodean el cuerpo caído. La mano erguida de un cadáver sólo nos puede llevar, desde nuestra sensibilidad contemporánea a la figura femenina de la última obra de Marcel Duchamp “Etant Donnés” en la que, a través de un agujero en una puerta de madera,  vemos el cuerpo desnudo del cadáver de una mujer con las piernas abiertas… pero que sostiene una lámpara de gas en el aire con su mano izquierda. El general sostiene su sombrero con la misma insistencia con la que el cadáver de la mujer aguanta su lámpara… Ante la indiferencia por su asesinato.

En la fotografía podemos ver a varios hombres con ropa de trabajadores pero dado que  el plano de la imagen enfoca al suelo, de los hombres no vemos los rostros, sino solamente hasta un poco más arriba de su cintura.  Todos ellos tienen las manos en los bolsillos o a la espalda, en una actitud de paciencia un poco aburrida, como si fueran los enterradores que están esperando a que acaben los preparativos para poder retirar el cadáver.   La tradición dice que el bronce sirvió para la construcción de armas en la lucha contra el fascismo. También habían sido armas, cañones de Montjuïc en aquel momento, los que se fundieron para dar cuerpo al monumento a Prim. 

Derribar el monumento a Prim no era una cosa menor. A parte del dedicado a Colón, el de Prim era uno de los más importantes y costosos que había en la ciudad en aquel momento. Fue una de las atracciones de la Exposición Universal de 1888 y un orgullo de la Barcelona tradicional. Fue el General Prim uno de los responsables que la antigua Ciudadela pasara a ser un lugar público, aunque previamente, en 1843 había sido también el responsable del durísimo asedio y represión sobre Barcelona durante la revuelta denominada de “La jamancia”. También había sido capitán general de Puerto Rico, donde estableció el durísimo Código Negro de represión contra los esclavos de origen africano, como nos hace recordar la artista Daniela Ortiz. Quizás esto no lo supieran los anarquistas de las juventudes libertarias de Gràcia que el 22 de diciembre derribaron el monumento. Pero en cualquier caso veían en él un símbolo del poder antiguo, del ejército, de la represión del Estado contra los ciudadanos, de las clases altas sobre los trabajadores. Veían un símbolo del viejo mundo que la Revolución en marcha quería destruir para construir el mundo nuevo que según Durruti llevaban en sus corazones.

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Orwell en la Barcelona emancipada

Fue ese mismo mes de diciembre de 1936 cuando el escritor inglés George Orwell llegó a Barcelona y se integró en las milicias del POUM para luchar contra el fascismo y a favor de la Revolución. Orwell nos da una visión muy precisa de cómo era la Barcelona revolucionaria que le sorprendió de forma muy profunda. En “Homenaje a Cataluña” escribe que la primera impresión que tuvo fue la de estar en una ciudad en la que la burguesía y el clero habían desaparecido. Nunca antes había estado en una ciudad en la que mandaba la clase obrera. En la que los anarquistas tenían el control. En la que la mayoría de los edificios importantes habían sido ocupados por los trabajadores y sus fachadas estaban engalanadas con  banderas rojas o rojas y negras. Las paredes estaban dibujadas con la hoz y el martillo y las siglas de los partidos revolucionarios. Una ciudad en la que prácticamente todas las iglesias habían sido saqueadas y sus imágenes quemadas por partidas de obreros que sistemáticamente se dedicaban a esta labor. Todas las tiendas y los cafés exhibían inscripciones que decían que habían sido colectivizados. En las ramblas, un poco aturdido por los altavoces de los vehículos que día y noche emitían cantos revolucionarios, Orwell pudo ver cómo entre la multitud de personas que circulaba la clase alta prácticamente había dejado de existir. Nadie iba vestido de esa manera. Más tarde se daría cuenta que la clase alta no es que hubiera desaparecido, simplemente estaba escondida o en un exilio temporal.  También Orwell se dio cuenta que era una ciudad en guerra, con mucha escasez de alimentos y mucha suciedad. Pero donde las personas con las que se encontraba estaba satisfecha y esperanzada. Había trabajo y el coste de la vida era muy bajo. Orwell notaba la fe en la revolución y compartía la sensación de haber entrado en una época nueva, en el futuro. En una época de igualdad y libertad. “Los seres humanos intentaban comportarse como tales y no como piezas del engranaje de la máquina capitalista…” Por las calles se veían carteles en los que se conminaba a las prostitutas a dejar de serlo… 

Orwell ya intuía que esta atmósfera revolucionaria, con su ingenuidad, su candor y su fuerza, iba descendiendo de intensidad y cuando volvió del frente al cabo de pocos meses este descenso se había acentuado hasta su práctica desaparición a consecuencia de los “hechos de mayo de 1937”.

Este es el ambiente que se respiraba en Barcelona el mes de diciembre de 1936 cuando las Juventudes Libertarias de Gràcia derribaron el monumento de Prim. Un ambiente que entusiasmaba a los revolucionarios y horrorizaba a los conservadores. 

     

El momento de la libertad total

Me interesa mucho este momento “revolucionario” el momento en el que el poder constituido es derrocado (como sus monumentos y símbolos) y  todavía no se ha generado un nuevo poder estable. El momento de la libertad total. El momento en el que todas las posibilidades están abiertas porque los dispositivos de represión antiguos han sido anulados y las nuevas formas de poder todavía no se han institucionalizado. El momento en el que el Estado en todas sus formas ha dejado de ser efectivo: sin policía, sin ejército, sin Iglesia Católica, prácticamente sin cárceles ni manicomios. Donde parte de  la tierra está siendo colectivizada, así como las fábricas y los comercios. Qué hacen las personas en esas circunstancias? ¿Cómo reaccionan ante la libertad total? ¿Qué decisiones toman, teniendo en cuenta además que las nuevas fuerzas emergentes y dominantes afirman que ha llegado una nueva época, una época precisamente de libertad y transformación de todos los aspectos de la vida? 

Es evidente que para los libertarios que bajaron desde el barrio de Gràcia para derribar el monumento a Prim lo que estaban haciendo era cumplir un “deber” de eliminación de los  símbolos de antiguo régimen (además de convertir el bronce en material militar) de la misma manera que se destruían iglesias, se incautaban edificios, se colectivizaban fábricas o se proclamaba el fin del matrimonio católico y la instauración del “amor libre”.

 Puedo imaginar la calma con la que colocaron las sogas sobre la estatua ecuestre y la alegría con la que derribaron el monumento. Puedo imaginarlos con sus buzos de obreros tirando de las cuerdas y sintiéndose actores de una nueva época. Qué poco se imaginarían que algunos años más tarde, instaurada la dictadura franquista, un antiguo escultor que había trabajado para la República, Frederic Marès, reconstruiría el monumento en el mismo lugar y con muy pocas diferencias sobre el original de Puiggener. Frederic Marès murió con 98 años y fue el gran escultor del primer franquismo  en su labor de creación y recreación de la estatuaria pública.

Pero es muy interesante cómo en este momento de libertad “total” no se produjo lo que desde el pensamiento conservador se puede entender como una guerra social o un desorden total, sino que las acciones iconoclastas iban claramente acompañadas de otras acciones constructivas en las que la emancipación social tenía una vertiente claramente creativa. La organización de las milicias es una de ellas. El esfuerzo colectivizador es otra. Las manifestaciones de las “mujeres libres” también lo es. La creación de todo un gran aparato de propaganda, de cartelismo, de cinematografía por parte de las fuerzas revolucionarias también lo es. Sin embargo, casi siempre se habla de este periodo, que se da en todas las revoluciones, de una forma negativa. Y es muy interesante cómo en estos momentos históricos tan precisos hay un especial interés por lo simbólico, por destruir algunos símbolos y erigir otros nuevos. Pero la acción en su conjunto no es un carnaval, no es una fiesta, no es una ilusión momentánea de emancipación, no es una válvula de escape. Es realmente un cambio profundo que busca su formalización destruyendo símbolos antiguos y construyendo otros nuevos.

     

Cruells, un sacerdote por las Ramblas 

De los ocho meses de Barcelona bajo el “terror anarquista” se puede disponer de numerosa literatura, de hecho siempre ha sido la literatura dominante. Un ejemplo que me parece interesante, precisamente desde la ficción literaria  es el que nos ofrece el gran escritor Joan Sales al final de su novela “El vent de la nit”, que como todo el mundo sabe, se podría decir que es la continuación de “Incerta glòria”, una de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo XX. El personaje principal de la primera es Cruells, un sacerdote profundamente catalanista, republicano pero muy conservador que luego participará en la guerra apoyando la República. Una figura que encarna como pocas todas las contradicciones que es capaz de soportar  un ser humano: sacerdote enamorado, sacerdote republicano, sacerdote catalanista en una posterior Barcelona dominada por el fascismo triunfante. Pues bien, el sacerdote Cruells narra los días inmediatamente posteriores al inicio de la revolución del 19 de julio con un horror que no está sólo provocado por las numerosas iglesias incendiadas, por el anticlericalismo rampante, por el asalto de prisiones y cárceles, sino por las totalmente inesperadas escenas de las que es testigo en las calles de la ciudad.  Un garrote vil sacado de una cárcel abierta es expuesto en la calle Major de Gràcia, un personaje singular autodenominado el “Cristo anarquista” se pasea arriba y abajo por las Ramblas y ofrece discursos en la radio, los camiones vociferan noche y día canciones revolucionarias y para colmo de su desesperación, encuentra en las Ramblas, a la altura de la calle Arc del teatre, un grupo de mujeres armadas y con una gran pancarta en la que se lee: “Viva el amor libre”. Cruells no da crédito a sus ojos y se acerca a hablar con ellas. De hecho toda la escena descrita por Sales para el horror de su personaje es excelente. Allí está el “Cristo anarquista”, rubio, de larga barba,  y melena hasta los hombros y vestido con una túnica blanca que está lanzando discursos empalagosos a las prostitutas que han salido de sus tugurios para admirarlo de cerca. Para Cruells las Ramblas son como un mar espumoso y agitado invadido por los evadidos de las cárceles y los manicomios cuyas puertas han sido abiertas y por ese mar aparecían pancartas como banderas de náufragos que flotaran a la deriva en aquellas olas agitadas. Es en ese momento en el que descubre la pancarta de “Viva el amor libre”. El personaje explica que unas mujeres enarbolaban la pancarta y que llevaban el pelo rapado, ropa de hombre y que estaban armadas con fusiles. “El amor libre… Eran espantosamente feas, Dios mío, i le pregunté a una de ellas quien les había dado esos fusiles. “Los hemos tomado”. Igual respuesta me dieron unos chavalillos de entre doce y quince años…” (La traducción es mía)  

Cruells, el personaje de Joan Sales, refleja muy bien el espanto ante el desorden, ante la anarquía, ante la Revolución. Todos sus prejuicios se unifican. Sus prejuicios religiosos, de clase social, patriarcales, se alimentan mutuamente. Es la primera vez que ve cosas como esas. Los de abajo, los pobres, los desarrapados han tomado las armas y están decidiendo las cosas. Esos “pobres diablos sin idea de nada que habían disfrazado con esos pañuelos (rojos y negros) como se hubieran podido disfrazar de todo lo contrario”  “Gente venida del cinturón de barracas al centro de la ciudad miserable” Cruells encarna como pocos personajes el desprecio de clase y el desprecio de la alta cultura sobre la masa ignorante y sobre todo, el desprecio a las mujeres y a su elogio del “Amor libre”. Me parece muy remarcable por su patriarcalismo radical la observación de que eran “muy feas” (como se dice ahora de las feministas) insistiendo en la idea implícita de cómo puede ser reivindicado el deseo amoroso por mujeres tan poco agraciadas, que seguro que no serían deseadas por ningún hombre en su sano juicio.  

El terror hacia la libertad… de los otros es lo que espanta a Cruells; la subversión radical de todas sus ideas. Pero lo que le espanta de verdad es que no son sólo ideas, (que ya son malas de por sí) sino que por un momento, durante unos meses, parece que realmente se van a llevar a la práctica. Y eso sí que es grave. 

 El terror de la Barcelona burguesa y bien pensante ante la oleada de libertad está muy bien expresado. Es exactamente la otra cara de la visión que nos ofrece Orwell desde su perspectiva de persona de izquierdas.  Lo que da más verosimilitud a Orwell es que precisamente él no tenía una simpatía especial por los anarquistas. De hecho provenía de la izquierda marxista, pero revolucionaria, que le llevó a inscribirse en las milicias del POUM. Sin embargo, su identificación con  todo lo que vio en ese momento, y sus vivencias posteriores le convirtieron en un defensor incuestionable de la experiencia revolucionaria.

Hubiera sido perfecto que uno u otro hubiera comentado en algún momento el derribo del monumento a Prim. Que no fue en absoluto el único que cayó bajo la fuerza iconoclasta de la revolución en marcha, pero quizás sí el más significativo. 

Pero lo que sí nos da el contraste entre estos dos autores es la dimensión y la duración de la explosión de libertad que supuso la experiencia revolucionaria. Ese momento en el que las personas dejan de pertenecer a los engranajes del estado, del capital y de la religión y se reconocen a sí mismas como seres libres y en lugar de asustarse quieren transformar la realidad para hacer que esa libertad perdure… La sensación de ser dueños de sus propias vidas. Esa es la base de la iconoclastia revolucionaria en la Barcelona del verano de 1936. 

 

 31 de marzo de 2020 en la Barcelona confinada.

     


– ORWELL, G. Homenantge a Catalunya. Público, Barcelona, 2010
– SALES, J. El vent de la nit, Club Editor, Barcelona, 2012      

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