A puerta abierta

Después de una tarde entre cafés, sol y nubes en el Raval, decidimos dar un paseo y hacer una visita a La Virreina, Centre de la Imatge de Barcelona, para empaparnos y refugiarnos en los brazos del Arte. Avistamos un espacio interior, que no pasaba desapercibido. Recuerdo muy bien que al a entrar, como si se tratase de un silencio musical, una invasión de líneas en rojo y negro junto a una sutilidad de vacíos, me eclipsaron como un rayo de luz en la mirada. Sin saber muy bien de qué hablaban todas estas obras, me invitaron a quedarme y a descubrir un poco más, cosa que pocas veces me ocurre hoy en día.

Empecé a sentirme muy familiarizada y cercana con todo lo que la sala desprendía, las palabras que nacían de los dibujos, los mapas, las cartografías y las rayas en las paredes. Gonzalo Elvira, artista de la muestra, recoge y desarrolla en forma de constelación tres conceptos principales, entre otros, que  resaltan por su aludir eterno, por los significados que desencadenan y por cómo se han utilizado y desarrollado a lo largo de la historia. Estos son: el tiempo, la identidad y la memoria. Conceptos base que fundamentan al ser y en consiguiente, a lo que les rodea, y que de alguna manera siempre van de la mano.

El protagonista, al que Elvira vuelve a dar vida hoy y que enlaza toda la exposición, es el anarquista ucraniano-argentino Simon Radowtzky. Todo empieza en 1909, con una brutal represión policial por los sucesos de la Semana Roja en Buenos Aires. Radowtzky atentó contra el jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón, por lo que nuestro protagonista fue condenado a reclusión perpetua en la conocida Prisión de Ushuaia.

Estoy segura de que aunque para algunos el tema de la muestra les puede resultar distante, no ocurre lo mismo con el fondo, especialmente en los días que se están viviendo en la ciudad de Barcelona y todos los pueblos y ciudades del resto de Cataluña.

Exposición y momento contemporáneo se unen para volver a conectar con un pasado estrangulador que parece no haberse ido del todo, si es que alguna vez lo hizo realmente.

Los viajes de Radowtzky, sus acciones y los frutos de éstas quedan dibujados en forma de biografía en las paredes de La Virreina, como si se tratase de un archivo, mediante números, siglas y líneas que juegan con el paso del tiempo, como si se tratara de un deslizamiento constante dentro de un prisma transitorio del cual a uno le cuesta salir.

Nos da a conocer, mediante su lupa clínica y expresión detallística de cada línea, una retrospección hacia el pasado. Dibujos sobre mapas de la memoria que abarcan  toda expansión geográfica cultural, unidos por cada territorio, fronteras, rutas y más desplazamientos. Trasladandonos así, hacia una nueva categoría de espacio. ¿Un espacio físico o inmaterial? Podríamos pensar que la vida de Simon Radowtzky es una metáfora sobre lo que realmente nos une o nos forma. Su imagen sobre toda frontera y sobre cualquier línea que delimita espacios, me hace pensar en una de las frases célebres del escritor checo Franz Kafka: “Yo no soy del castillo; yo no soy de fuera del castillo; yo no soy de ninguna parte”. Es por eso que en estas imágenes que Gonzalo Elvira nos brinda, no sólo se traspasan límites o contornos separados por orillas, sino que va más allá, hacia una raíz más profunda que está por encima de cualquier confín.

Líneas que a través de signos repetitivos y mímicos, como si se tratase de una doble melodía, nos transmiten de forma encriptada las presencias y los vacíos que se crean en todo papel dibujado por el artista. Como si todos aquellos cuerpos que una vez fueron, quedaran hoy en el más puro sigilo. Aún así, estos mínimos gestos, persisten y  dan luz a lo que parece que se va, pero nunca del todo. La fragilidad de cada trazo que Gonzalo Elvira evoca en el papel, es la fuerza con la que el recuerdo atraca en la vida dentro de cada uno y por ende, la narración de Simón Radowitzky se vuelve metáfora. Gestos que ya no son sólo líneas que dibujan o desdibujan un rostro, sino que su presencia viaja más allá, en este caso hacia una resistencia al totalitarismo.

Expandir e iluminar, son algunos aspectos que están presentes aquí. Una forma de comprender o percibir el pasado y futuro de una forma conjunta. El alumbrar de algunas obras de Gonzalo Elvira dan una nueva perspectiva de las ruinas, de lo que fue, hacia una nueva línea de fuga. Dibujos que aparentan desvanecerse, pero cuyos contornos y vacíos irradian destellos de luminiscencia para, así, convertirse en imágenes atemporales, ya que cada mensaje dentro de cada obra ha sido transmitido dentro de una caja blindada durante tantos años que ni me atrevo a nombrar. Así pues, nunca pueden morir.

Toda esta narración emana de unas manos que no han vivido esos años ni recorrido los mismos pasos que el protagonista, para poder dar a luz a todas este trabajo. Estos viajes dibujados a mano, surgen desde la post-memoria, vivencias que no se han experimentado en primera persona pero que se dan allí donde reside algo que es necesario volver a contar o mostrar de forma distinta.

Gonzalo Elvira pone sobre la mesa una cuestión muy importante y es que, aunque pasen los años y aparentemente todo avance, hay valores y fundamentos base que son manipulados según el lado del que se escriba la canción; quién escribe y de qué lado lo hace son la melodía que va a resonar a la persona que esté decidida a escuchar de verdad, desde otra voz.

El artista rescata partes de una historia que podrían haberse quedado en el olvido o enterradas para que luego, otros sucesos, evidenciaran que todo aquello que enterramos en la arena, el tiempo nos acaba devolviendo con una oleada de valores que una vez decidimos ignorar. Es por eso que hablo de doble melodía, porqué quizá no fue necesario estar allí para poder hablar hoy de todo aquello que uno decide que es importante salvaguardar del lastre del tiempo y darles una iluminación eterna. Su voz, su historia y la de Simón Radowtzky quedan entrelazadas para revelarnos otra verdad.

Una história se vuelve a contar a través de la repetición, como si se estuviera reescribiendo constantemente el mismo capítulo. Un ir y venir de aquel suceso. En este encuentro de diferentes temporalidades se alcanza la delicada melodía de lo particular con la multiplicidad.

Recupero lo que me hizo entrar a esta exposición y que significó otro viaje más dentro de los caminos que como sociedad aún estamos recorriendo y que nos queda por andar. El silencio.

Una melodía no termina en un silencio, es donde empieza, y es entonces cuando aparece la imagen en la cámara oscura de nuestra conciencia.

El relato de toda esta sala se ha situado a puerta abierta, en el que afloran trayectorias. Como si en aquel espacio no hubiera desplazamiento o dirección alguna, pero aun así, se sabe con claridad donde se habita. O dicho de otro modo, como habita uno para luego poder construïr una narración sobre una história. Y es aquí, desde un silencio ensordecedor donde se hace vigente la presencia más fuerte de todas.

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Vista de la exposición La balada de Simón, de Gonzalo Elvira en La Virreina, 2017.

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Vista de la exposición La balada de Simón, de Gonzalo Elvira en La Virreina, 2017.

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