Reflexiones filosóficas sobre arte y política en la obra de Guy Debord. La creación artística como acto emancipatorio.

En Situaciones 1 publicamos un artículo titulado “La vanguardia no se rinde. Guy Debord y el Situacionismo”. En su conclusión final se planteaba una pregunta fundamental: ¿Le queda al arte y la cultura alguna posibilidad emancipatoria?  En este segundo número de la revista, la investigadora en filosofía política Florencia Fassi  se enfrenta a la pregunta y nos ofrece una brillante respuesta.

↑ “El desarrollo mismo de la sociedad de clases hasta la organización espectacular de la no-vida conduce el proyecto revolucionario, que ya existía esencialmente, a la visibilidad”
Cómic détourné (desviado, o tergiversado) Situacionista, 1967

 

 

La sociedad del espectáculo: mercantilización de la vida cotidiana

Luego de una década y media intensamente dedicada a escandalizar la vida pública parisina con una praxis subversiva muy particular, Guy Debord publica en 1967 la que será su obra teórica de mayor densidad y complejidad filosóficas, La société du spectacle. A lo largo de este texto, Debord actualiza la crítica anticapitalista de Marx y, nutriéndose asimismo de las aportaciones de otros autores, fundamentalmente del Lukács de Historia y consciencia de clase (1923), elabora su propio análisis de la sociedad contemporánea, siempre desde el punto de vista de la crítica dialéctica y revolucionaria.

Una de las aportaciones sin duda más relevantes de esta obra a la interpretación marxista del sistema es su énfasis en el problema de la mercancía como fundamento del capitalismo. El rasgo distintivo del capitalismo es el triunfo absoluto de la economía de mercado, es decir, de la producción de mercancías, que no son otra cosa que bienes susceptibles de ser vendidos y que son producidos con este único fin. Así, la progresiva mercantilización del mundo que supone la expansión de la dominación económica conlleva una «cosificación» de los procesos y las relaciones sociales para poder cuantificarlas y venderlas en el mercado. La primera es, claramente, el trabajo. Pero a medida que el capitalismo avanza, los diferentes ámbitos de la realidad humana, además del trabajo, se ven sometidos a lo que ya Marx llamó el «fetichismo de la mercancía». Éste implica que aquello creado por el sujeto con el fin de satisfacer sus necesidades y deseos, se separa de su creador y lo somete, invirtiendo la relación de dominación. Sin embargo, de los distintos ámbitos donde se desarrolla nuestra existencia es el de la cultura, en tanto espacio de creación y de conocimiento del sujeto, aquel en torno al cual el sistema espectacular articula su lógica mercantil y propaga la alienación que garantiza su perpetuidad. Pero por este mismo motivo, es también el origen y el fundamento de cualquier forma de emancipación.

No obstante, antes de revisar el modo en que el arte y la cultura en general son susceptibles de ser vinculados a la revolución, es necesario que me detenga en algunas consideraciones teóricas sobre la cultura y sobre su instrumentalización como arma ideológica del sistema espectacular.

I. LA CULTURA AL SERVICIO DE LA OPRESIÓN CAPITALISTA

La cultura espectacular

Según Debord, cuando la cultura trabaja para el orden de la dominación, se define como «la esfera general del conocimiento, y de las representaciones de lo vivido, en la sociedad histórica dividida en clases; esto equivale a decir que se trata de un poder de generalización que existe separadamente» . De esta afirmación se desprende, primero, que la cultura se define como el ámbito donde lo que es, lo que existe, se ve representado en el plano de la conciencia y del conocimiento, en tanto ejercicio de la capacidad de abstracción y generalización. Y, segundo, que precisamente por ser representación, la cultura ha servido a la dominación como arma de cosificación y, por lo tanto, de separación. Dicho de otra forma, la cultura espectacular no forma parte de lo vivido, de la experiencia cotidiana, de modo que estén ambas integradas y confundidas en una unidad, sino que funciona como imagen escindida de la misma, reproduciendo la lógica de la mercancía a la que aludíamos al principio en tanto origen de todo lo producido en el espectáculo.

Pero la cultura no sólo reproduce las formas del espectáculo, que ya es en sí una parte fundamental de su colaboración con él, sino que los contenidos de esos conocimientos-mercancía colaboran con la reproducción de la ideología espectacular.  La sustancia de la cultura del espectáculo está marcada, eminentemente, por su banalidad y su facultad de transformar en banal aquello que no lo es, por su imposibilidad de articular una comunicación, con el consiguiente fomento de la actitud contemplativa, y por la ausencia de un fundamento metodológico de corte dialéctico que permita una negación de lo afirmado contenida en la misma afirmación y, por lo tanto, una crítica real a lo existente como cultura.

Con todo, el carácter más profundamente ideológico de la cultura producida por el capitalismo, es sin duda su negación del carácter histórico de la realidad y de sí misma. Bien sabido es, y Debord dedica muchísimas páginas a demostrarlo, que la anulación de la materialidad histórica de la sociedad constituye una de las mayores estrategias para la autoconservación que desarrolla el sistema. Este objetivo del espectáculo se expresa en la cultura de dos formas, harto conocidas. La primera de estas formas de «deshistorización» consiste en suprimir las pruebas de las transformaciones de los conocimientos, transformaciones que dependen, por su puesto, del contexto en el que aquéllos fueron producidos. La segunda, consiste en atribuirles a las creaciones de la humanidad cualidades ontológicas eternas que de ninguna manera poseen. Ejemplo de lo primero es el pastiche llamado postmodernidad, que Debord describe como movimiento que pretende recomponer «un medio neo-artístico complejo, a partir de elementos descompuestos». Ejemplo de lo segundo, entre tantos que se pueden citar, es el estructuralismo, al cual Debord dedicó algunos de sus más brillantes y creativos insultos.

Pero lo más grave del asunto reside en que esta negación de la historia que lleva a cabo la cultura al servicio del espectáculo es, al mismo tiempo que una negación de la realidad, una negación de sí misma como cultura. Si se entiende, tal como Debord, que la cultura es fundamentalmente un ejercicio de autoconciencia colectivo, su propósito es el de descubrirse a sí misma y al mundo que la configura, como una forma histórica y transitoria, aunque posea gran envergadura, de una sociedad concreta en un momento particular de su devenir.

Cultura como autoconciencia

Según lo dicho, la cultura definida como búsqueda irrefrenable de conocimiento está condenada a descubrir que se encuentra artificialmente separada de la sociedad a la que pertenece, al servicio de un sistema opresivo, propiciando la alienación de las personas que en él habitan, al reproducir la estructura de la mercancía. Así, el objetivo de la cultura es reconocerse a sí misma como hija de la historia, en un acto de pura autoconciencia. Debord se aferra aquí a un optimismo esperanzado, al menos hasta 1967, describiendo el movimiento de la cultura como una fatalidad inevitable, de destrucción de la cultura (ideológica) a través del ejercicio de la cultura (revolucionaria), a partir de la cual deviene para sí histórica y se comprende como totalidad. No obstante, este (auto)reconocimiento no se opera en el plano de la razón teórica. La cultura supera su separación en la praxis de esa totalidad. Es decir, sólo cuando ya no representa una unidad, sino que la constituye, la cultura se ejerce y se comprende como auténtica. Esta idea de Debord es difícil de refutar, pero en todo caso, y visto lo ocurrido de un tiempo a esta parte, se podría acotar que, antes de superarse a sí misma, sea esto un fin inevitable o no, la cultura puede pasar muchísimas décadas colaborando con el sistema.

Cultura como ciencia y como arte

La cultura, ya como creación autoconsciente, ya como aparato ideológico, puede manifestarse bajo la forma del conocimiento científico o bajo la forma del arte. Sin embargo, para conseguir su autorrealización, estos ámbitos han de adoptar una posición verdaderamente crítica hacia el orden de cosas existente, entendida simplemente como negación del espectáculo. Así como debe existir una ciencia que no perpetúe la alienación sino que permita a los sujetos reconocerse como los artífices del mundo en el que viven, y recuperar su capacidad de transformarlo, puede existir aún un arte verdaderamente crítico que, como tal, ha de aspirar a la destrucción del arte separado y cosificado, para lo cual debe realizar el arte y superarlo al mismo tiempo. El situacionismo intenta poner de manifiesto que la supresión y la realización del arte son dos aspectos inseparables de la superación del arte como esfera separada. Como corolario, esto significa que una cultura unificada no divide su producción artística de su producción científica como si se tratara de esferas autónomas, ni tampoco se separa, en tanto cultura, de la sociedad en su conjunto, adoptando en consecuencia un rol auténticamente crítico. Así, la cultura, que es el conocimiento y la poesía autoconscientes de la sociedad, debe estar al mismo tiempo unificada con la praxis social, como teoría materializada.

II. LA CULTURA AL SERVICIO DE LA EMANCIPACIÓN

La revolución como acto poético (y viceversa)

Apuntaba al principio que la realización del sujeto histórico se da fundamentalmente en la esfera de la cultura, a través de la creación de sí y del mundo, y de ahí el carácter emancipatorio de la misma. Tanto en la escritura como en las demás actividades que llevó a cabo Debord, la manifestación de esta cultura en forma de arte tuvo un papel muy significativo, sobre todo en las dos décadas que van desde 1952 a 1972, coincidiendo con su participación en las Internacionales, Letrista primero, Situacionista después. No obstante esto, y también los malos entendidos a los que dio lugar la crítica sobre Debord y el situacionismo, su concepción del arte y de la función política y social de éste, jamás se vio alterada. Debord comprendió ya en sus inicios el carácter revolucionario de la creación artística y el valor del acto creador como ejercicio de la esencia del ser humano. Por esto, y como intentaré mostrar a continuación, no es lícito establecer una separación entre pensamiento estético y pensamiento político en la obra debordiana, ni en un sentido cronológico, ni tampoco ontológico, sino simplemente un cambio de eje en su teoría.

Internacional Letrista

El acercamiento de Guy Debord al grupo liderado por Isidore Isou en 1951, considerado un movimiento sobre todo artístico, no vino determinado eminentemente por un interés en la poética letrista, sino por su carácter revolucionario y subversivo en el ámbito de la vida cotidiana. Son las premisas del desafío y la provocación, de vivir el presente sin proyectos, de la pura experiencia, aquello que atrae al joven Debord, mucho más que los experimentos estéticos de esta vanguardia . Basta con revisar superficialmente la obra debordiana para comprobar el enorme valor que poseía para él la vivencia, la experiencia subjetiva susceptible de ser encontrada en cualquier rincón de la cotidianeidad. Su entusiasmo por los momentos únicos, estigmatizados por la fugacidad del tiempo pero justamente por eso también preciosos, subyace a toda su trayectoria, siendo este carácter vivencial, como experiencia activa, lo que más le interesa del arte. Pero el arte le atrae no en tanto experiencia de la contemplación de una cultura creada por otros, sino de la propia creación y de la vivencia del acto creativo en el que los individuos (o el grupo) son dueños de un momento y, como tales, lo determinan según su voluntad. Dicho de otro modo, y enlazando con las consideraciones previas, el arte que Debord cree capaz de negar el espectáculo es aquel que no es representación (imagen) de una ausencia, sino creación de una presencia, y que como pura actividad, no está separado de la vida, sino que es ella misma.

Como consecuencia de esto, y al igual que ocurre con las demás esferas de lo humano, el arte auténtico y la cultura en general no pueden constituir una esfera separada, sino que deben estar integrados en la unidad social, en la que todos participan. En términos situacionistas, «contra el espectáculo, la cultura situacionista realizada introduce la participación total» . De esta forma, y en la misma línea que Henri Lefebvre, cuya obra Debord leyó atentamente y con quien tuvo una breve pero intensa amistad, la vida cotidiana ya no es, como lo quiere la burguesía, un lugar de la existencia dominado por la banalidad, sino que deviene ahora el espacio de la realización humana, la cual deja de estar constituida por un cúmulo de momentos excepcionales, fragmentarios e inconexos, para pasar a identificarse con el discurrir continuo de la vida diaria.

Internacional Situacionista

La voluntad de reunir lo que nunca debió existir como separado, la vida y el arte, fundamenta asimismo la etapa de la Internacional Situacionista (IS), cuyas bases ya se encontraban en el letrismo: el arte de situación, el détournement y muchas tomas de posición políticas que se desmarcaban de las principales corrientes de izquierda, sobre todo del estalinismo. Pero paulatinamente, la necesidad de transformar la vida cotidiana a través de lo que podríamos llamar un uso artístico de la misma, en el que la persona sea el artista de su existencia, y no el espectador de una realidad arrebatada, manifiesta una gran proximidad a la dimensión política y exige una identificación entre actividad artística y acción revolucionaria. Desde luego aquí no me refiero a revolucionar el mundo del arte denominando Fontaine a un urinario, ni a presuponer que en cada uno de los trabajadores del orbe existe un Modigliani o un Apollinaire ocultos que emergerán tras la revolución. Me refiero a revolucionar el mundo de las personas a través de la toma de una actitud estética frente a la realidad, que supone ser el artífice de lo que existe en función de los dictados de la libertad y según unos criterios sociales y políticos determinados, desde luego, por el momento histórico.

Dicho de otro modo, lo que aproxima la poesía a la revolución en Debord es el imperativo que se da en ambas de una síntesis de teoría y praxis. De hecho, casi nadie se atrevería a negar que la poesía y las demás artes constituyen en sí una actividad, y que incluso no podrían existir fuera del marco empírico. El arte es acción artística. No obstante, muy pocos han comprendido que la revolución, es decir, que la transformación de un mundo cosificado en uno que no lo esté, también implica una acción directa por parte de un sujeto agente. En verdad, y para ser más precisa, sí son muchos quienes comulgan con esta idea, pero sólo en un plano teórico, lo cual nos coloca nuevamente en la primera afirmación. Retomando la idea de una conciencia que emerge con la praxis, se puede afirmar que, de acuerdo con la teoría debordiana, el ser humano sólo conoce realmente lo que ha vivido, y que sólo a través de la experiencia directa la reflexión cobra un sentido. Así, el cambio debe venir operado por un sujeto antagónico, autoconsciente, que niegue, en su hacer constante, el carácter fragmentado del espectáculo. Como en el arte, la única vía para llevar a cabo la revolución, es a través de la participación directa en la misma. En otros términos, «la revolución no consiste en “mostrar” la vida a la gente, sino en hacer que la viva». El objetivo no es entonces hallar una nueva teoría o un arte más modernos, sino que lo que se intenta es encontrar una nueva forma de vivir.

Pero en Debord y en el situacionismo la superación del arte a través de su eliminación como esfera separada y su realización en la vida cotidiana no viene únicamente dado como modus vivendi estético, sino que asimismo cumple una función desalienante en actividades concretas dentro de las cuales no sólo es importante la forma, sino también su contenido. Así, aquello que se construye para ser experimentado, las «situaciones» que constituyen la máxima expresión de la realización de la teoría en la práctica, deben ser portadoras de una verdad que niegue, como tal, al espectáculo. Desde luego, esto se aleja de cualquier noción metafísica del arte como epifanía de una verdad trascendente. Se trata sencillamente de que el acto estético debe ser antiespectacular no sólo por no estar cosificado como acto, sino porque su materia es asimismo explícitamente antiespectacular. De las múltiples actividades de los situacionistas orientadas siempre a este fin, entre las que se cuentan el juego, la deriva, la psicogeografía, el urbanismo unitario y el escándalo público, citaré el détournement como claro ejemplo de método de desalienación. Dicho muy brevemente, esta práctica «artística» consistía en alterar una pieza ya existente (una pintura encontrada en un mercadillo, una cita de Marx, un mapa de París) para darle un significado completamente nuevo, que además fuera, de alguna manera, crítico con el orden de cosas existente. Se puede decir entonces que esta práctica de desviar o corromper los productos del espectáculo para volverlos en contra de él constituye una forma de lucha desde el interior, por lo demás útil cuando las vías de expresión no oficiales van desapareciendo poco a poco a medida que la dominación se expande. Esto es lo que Debord hizo, por ejemplo, con el cine, procurando recuperar lo verdadero –es decir, devolverle la capacidad crítica– de un medio artístico al servicio de la ideología alienante.

Del arte a la política

No obstante, el énfasis en el papel mesiánico del arte empezó a decaer para Debord y los situs ya a principios de los años sesenta , y la idea de una eliminación del arte tal como se lo había entendido hasta el momento en favor de una superación del mismo realizándolo en la vida cotidiana se radicaliza hasta el extremo de expulsar a los artistas rotulados de la organización y declarar la producción de obras de arte como «anti-situacionista». A pesar de esta radicalidad insisto en que hay que entender que lo que la IS rechaza es el arte como esfera separada y la producción de obras de arte como trabajo especializado. De esta manera, y como defendía más arriba, no se produce un cambio en la concepción del arte, dado que sigue formando parte de la cultura que debe ser superada en su realización. En este sentido, los situacionistas declaran que «en una sociedad sin clases, se puede decir, ya no habrá pintores, sino situacionistas que, entre otras cosas, pintarán» , lo cual demuestra que el arte como tal no debe desaparecer, sino que habrá de formar parte de la unidad de la vida, como situación.

Los motivos que llevan a Debord a tomar esta determinación no resultan del todo evidentes y aún hoy los críticos se desvelan por encontrar una fórmula irrefutable que lo explique. Acaso tenga que ver con una constatación de la imposibilidad de generalizar el arte a toda la sociedad, en consonancia con la tesis de Anselm Jappe, cuando sostiene que la centralidad del arte para la emancipación supuso un obstáculo, «cuando se trataba de pasar de la secta (…) a un movimiento de masas» . Pero esto supondría admitir que el arte es en sí elitista y me harían falta muchas más páginas para discutirlo adecuadamente.

Conclusión

En todo caso, y aunque el arte no pueda ser el fundamento originario de la transformación revolucionaria de la sociedad, debe servirnos para reaprender a ser revolucionarios. Hoy es uno de los últimos reductos de nuestra sociedad en los que el sujeto es aún capaz de configurar su propio mundo en función de sus deseos y necesidades históricas, y mantenerse alejado del fetichismo de la mercancía, a pesar de que ese paraíso esté perdido hace tiempo para muchos artistas, entregados a la prostitución mercantil del arte contemporáneo. Y hoy sigue siendo fundamental para transformar radicalmente el mundo tomar una posición estética frente a nuestra existencia. Porque el arte es para el artista individual lo que la política es para el sujeto colectivo: la praxis a través de la que se realiza y se reconoce verdaderamente; la praxis fuera de la cual no es absolutamente nada.


Florencia Fassi es investigadora en filosofía política en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona

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