Daniela Ortiz y el significado de los monumentos

Crónicas de iconoclastia

La noticia de que la artista y activista antirracista Daniela Ortiz dejaba España y volvía a Perú, su país de nacimiento, debido a una intensa campaña de amenazas e insultos racistas, saltó a la prensa el pasado 2 de agosto.  

Daniela Ortiz ha colaborado con nosotros en la revista Situaciones y fue portada del número 5 de la edición en papel junto a la artista Nora Ancarola. Por eso, su apresurada salida ha sido un acto que nos duele por la proximidad con ella y sobre todo por lo que tiene de síntoma del poder creciente que la extrema derecha política y social está ejerciendo en muchos ámbitos de la sociedad actual.

La causa de la salida de Barcelona, ciudad en la que reside desde hace trece años, fue su participación en un programa de televisión de gran difusión en todo el Estado, “Espejo público”, donde fue invitada para dar su opinión sobre el derribo de los monumentos que exaltan el racismo y el colonialismo. El debate era oportuno porque estaba en pleno apogeo la oleada iconoclasta levantada a partir del movimiento Black Lives Matter con origen en EE.UU. y repercusiones en buena parte del mundo. Daniela Ortiz participaba por videoconferencia y debatía con los numerosos miembros de la tertulia situada en el plató de televisión. El debate era confuso y de bastante baja calidad, como siempre buscan estos programas más basados en el espectáculo del escándalo que en aclarar conceptos. La discusión fue girando hacia los monumentos de contenido colonial que hay en nuestras calles y en especial el de Colón en el puerto de Barcelona. Daniela defendió que tendría que ser desmontado porque es un ejemplo de una “simbología racista y colonial, que es necesaria, por otro lado, para mantener el racismo institucional”.  En el momento en el que la presentadora defendió el monumento, Daniela respondió que la causa de esa defensa era su condición de blanca y defensora del racismo que se vive en la actualidad.

 

A partir de ese momento la intensidad de los insultos y amenazas fue en aumento, pero con una nueva variante denunciada por la artista y que consiste en que los contenidos de los nuevos insultos y amenazas que recibía sólo podían ser realizados a partir de la información de los archivos de determinadas instituciones públicas.

La verosimilitud de estas amenazas y las acusaciones de connivencia con el terrorismo hicieron aconsejable la salida provisional de Barcelona.

Que la polémica sobre si es necesario retirar o no un monumento, en este caso el de Colón, degenere en la salida forzada de una artista de Barcelona, refleja hasta qué punto es fuerte la violencia creciente de la extrema derecha y la falta de canales para reconducir de manera democrática estos debates sobre el significado de los monumentos de la ciudad y su permanencia en el espacio público.  Mientras tanto, por supuesto, el monumento sigue en su sitio y la propia alcaldesa de la ciudad, Ada Colau, ha afirmado que no tiene ninguna intención de desmontarlo. Parece que con la retirada del monumento a Antonio López, el esclavista marqués de Comillas, se hayan agotado las energías de transformación de los significados urbanos del actual gobierno municipal.

 

La nueva visión sobre los monumentos y la tormenta iconoclasta

Es evidente que las graves consecuencias de la campaña contra la artista (además de por ser mujer, madre soltera y latinoamericana)  responden a dos líneas de sucesos que coinciden en los meses de junio y julio de 2020. Por un lado las consecuencias sobre los monumentos del movimiento Black Lives Matter, iniciado a partir de las protestas por el asesinato policial de George Floyd y que ha dado nuevas fuerzas a la lucha antirracista, por la justicia social y contra la pervivencia de los símbolos del racismo en EE.UU., y por otro lado, el debate que se plantea en España (aunque sobre todo en Barcelona) sobre los símbolos del racismo y el esclavismo y que alcanza su momento culminante en marzo de 2018 con el desmantelamiento del ya nombrado monumento a Antonio López.

Los dos debates se alimentan  de forma recíproca, coinciden en el tiempo y generan una fuerza que asusta a los sectores más conservadores de la sociedad y ese susto, como pasa históricamente, se convierte en violencia. Ya sea violencia institucional del Estado o violencia de grupos más o menos “incontrolados”. No podemos olvidar que el partido de extrema derecha VOX organizó una manifestación el pasado 27 de junio a los pies del monumento para “defenderlo”. Tampoco podemos olvidar que el 15 de junio en la ciudad norteamericana de Albuquerque (en la que por cierto se rodó la serie Breaking Bad) en el momento en que un grupo de manifestantes se disponía a intentar derribar la estatua del  conquistador español Juan de Oñate fueron atacados con disparos reales por una “milicia blanca” con ropa paramilitar y fusiles semiautomáticos. El resultado fue un manifestante en estado crítico y la detención del presunto autor de los disparos. Estas respuestas violentas demuestran hasta qué punto, los defensores del “status quo” están asustados ante los cambios que se están produciendo.

En otros artículos he expuesto hasta qué punto la eliminación de los símbolos urbanos que representan un determinado “sistema” político o de valores, implica una crisis de ese mismo sistema.  Pero ahora quisiera poner el acento en el hecho de hasta qué punto el acto iconoclasta hace visible el monumento. El acto iconoclasta que puede ir desde la propia crítica “teórica” hasta el derribo, pasando por toda la gama de “alteraciones” del monumento con pintura, con inscripciones o de cualquier otro modo.

El alcance de las consecuencias sobre los monumentos del movimiento Black Lives Matter ha sido enorme y ha afectado a muchos países diferentes. Lo más importante es que durante muchos, muchos años estas esculturas públicas han presidido el espacio urbano y significativo de la ciudad y sin embargo, parecía como si nadie reparase en su auténtico significado, en los valores que defendían,  en lo que representaban. En que unos determinados valores eran los que estaban allí exaltados, perpetuados y propuestos como ejemplo a seguir. Evidentemente, son los valores de las élites políticas y económicas cuyo poder sobre el espacio público les permitía, y les permite,  cargarlo de significado y representarlo a su imagen y semejanza.

Sin embargo, cuando se desencadena un momento de crisis, cuando hay un cambio político profundo, cuando hay una crisis de los valores dominantes, los antiguos monumentos son vistos de repente con un nuevo significado y muy probablemente muchas de las personas que ahora intentan derribar estos monumentos, durante mucho tiempo han pasado al lado suyo sin pensar demasiado en lo que representaban, en cuál era el significado que transmitían, en qué valores perpetuaban.  Se ha dicho que no hay nada más invisible que un monumento… hasta que deja de serlo.

De manera clara, el peligro que representa Daniela Ortiz para la extrema derecha y para los defensores del status quo es precisamente el de ser un agente activo de este cambio en la mirada de los ciudadanos. La propuesta de una nueva valoración sobre el pasado colonial, la esclavitud y el racismo que tiene que estar reflejada en el espacio público.  Una transformación que pone en cuestión muchas de las ideas preconcebidas de  nuestra cultura, de la relación con los países colonizados, del origen de la riqueza y en definitiva, de la relación con los “otros”. Daniela Ortiz, evidentemente, no es la única activista a favor de estos cambios, pero sí una de las más visibles y más vulnerables y por tanto se ha convertido en blanco perfecto de las violencias de los más reaccionarios, de los que defienden la “batalla cultural” (como dicen los políticos de extrema derecha como Cayetana Álvarez de Toledo) contra todos los movimientos emancipatorios, sean de género, de clase, de reivindicación de la memoria colectiva, o a favor de la autodeterminación.

 Las consecuencias para Daniela Ortiz por su participación en esta polémica están siendo muy duras. Quizás lo hubieran sido un poco menos si no se hubiera expuesto a ser el blanco de las iras de la extrema derecha de una manera tan individual.  Si hubiera planteado estas críticas a partir de formar parte de alguna asociación artística, política o humanitaria se hubiera podido beneficiar inmediatamente de una “protección” colectiva  que no asegura para nada el fin de los ataques, pero que ayuda a sentirse segura y minimizar las consecuencias.  Su toma de posición planteada como un acto estrictamente individual tiene una capacidad ética, ejemplarizante, muy potente. Pero al mismo tiempo le hace más vulnerable.

Esperemos, en cualquier caso, que Daniela Ortiz pueda volver pronto y se sienta segura en Barcelona.

 

 

 

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