Roberto Ontañón apunta en este trabajo a un tema apasionante: ¿es posible investigar en la prehistoria, a partir de las evidencias arqueológicas, el origen de la desigualdad entre los seres humanos? ¿Cómo se produjo ese proceso y de qué manera se consolidó? ¿Qué evidencias nos quedan de todo ello?
El registro arqueológico de los milenios IV y III antes de nuestra era ofrece en todo el territorio europeo indicios que apuntan a la existencia de importantes transformaciones económicas y sociales. Estos procesos de cambio afectan a la base tecnológica, a los modos de subsistencia, a la organización del trabajo, a las relaciones sociales y al ámbito simbólico. Intensificación y especialización productiva, activación de la interacción, cambios en la esfera simbólica (en los modos funerarios y en el arte rupestre) se conjugan en un marco ambiental de aparente deterioro climático para culminar en la formación de comunidades con un modo de vida plenamente campesino, en cuyo seno se encuentra el germen de la desigualdad social.
Por desigualdad social entendemos la existencia en una formación económico-social de relaciones sociales de producción asimétricas e institucionalizadas, esto es, regidas por una verdadera economía política que sostiene un modelo de organización social jerarquizado o estratificado.
Los indicadores arqueológicos de desigualdad social arriba citados se refieren a las diferentes instancias de la formación económico-social, relativas tanto a la base económica como a la superestructura ideológica. En la instancia de las fuerzas productivas se contemplan cuestiones relacionadas con la organización espacial y funcional de la producción, como el patrón de asentamiento, la intensificación de la producción, el grado de especialización o la distribución de materiales singulares. En la instancia superestructural, expresada en comportamientos trascendentes o simbólicos, se toman en consideración, principalmente, las prácticas funerarias y la iconografía del arte rupestre esquemático.
El contexto socioeconómico de este nuevo arte rupestre es el de unas comunidades humanas establecidas en asentamientos permanentes, cuya subsistencia depende de una explotación de los recursos naturales centrada fundamentalmente en la explotación de especies domésticas. Se trata, pues, de comunidades campesinas dependientes de una economía agropecuaria basada en el cultivo de cereales y la cría de ganado, con aportes suplementarios de recursos procedentes de la caza y la recolección. Los “modos de vida” se vinculan así a los ciclos estacionales y anuales. La sedentarización y la fijación a la tierra redundan en el refuerzo de los comportamientos territoriales. Podemos decir que en esta época culmina la “domesticación del paisaje” por parte de los grupos humanos, que organizan los espacios de asentamiento e intervención en un sistema estructurado de explotación de los recursos que convierte definitivamente el paisaje natural en territorio, donde se reserva un lugar preeminente para los espacios simbólicos.
La intensificación en la producción de alimentos hace posible la aparición de excedentes que, una vez satisfechas las necesidades de autosubsistencia, propician el desarrollo de la especialización productiva, esto es, la aparición de especialistas en actividades productivas no vinculadas directamente con la subsistencia, entre las que destaca la incipiente metalurgia.
Resulta altamente significativo que la principal actividad especializada, la metalurgia, no tenga una finalidad productiva. En efecto, los primeros objetos metálicos no son aperos de labranza que introducen mejoras en el trabajo de la tierra aumentando la productividad del terrazgo y facilitando un aumento de los recursos alimentarios (para eso habrá que esperar más de un milenio, hasta la aparición del hierro). Fabricadas en cobre y bronce mediante primarios procesos de reducción del mineral, fundición en hornos y martillado en frío, o con utilización de moldes uni o bivalvos, estas piezas de la metalurgia prehistórica son en su práctica totalidad armas (puñales, hachas, punzones) y objetos de adorno corporal (también en oro). La introducción de las nuevas técnicas metalúrgicas, basadas en las extraordinarias propiedades físico-químicas de los minerales metálicos, no se relaciona con la instancia de los medios de producción. Antes bien, cae de lleno en el ámbito de las relaciones sociales de producción, ya que pone en marcha un trabajoso y complejo proceso productivo, altamente especializado (desde la actividad extractiva en las minas, hasta la transformación del mineral y la obtención de piezas acabadas y puestas en circulación), cuyos productos finales, altamente estandarizados, se canalizan hacia unos circuitos socialmente restringidos y de muy largo alcance.
↑ Desarrollo del friso grabado de Peña Lostroso, Cantabria (sg. Teira y Ontañón 1997)
Por lo que se refiere a los modos funerarios, estos años son también testigos de profundas transformaciones que conducen desde los enterramientos colectivos del Neolítico avanzado hasta las tumbas individuales de la Edad del Bronce, pasando por un estadio intermedio en el que los receptáculos de la inhumación colectiva –los megalitos o las cuevas sepulcrales- son adaptados para recibir las inhumaciones individualizadas de miembros de las élites sociales emergentes. A este proceso de “especificación” sepulcral acompaña un neto incremento en el aparato funerario de esos nuevos inhumados, cuyos ajuares mortuorios suponen considerables acumulaciones de riqueza personal. De un modo muy resumido, podemos hablar de una clara traslación simbólica entre enterramientos acumulativos de cadáveres totalmente indiferenciados hasta tumbas individuales cuyos ajuares, aunque altamente variables, suponen la inmovilización ad aeternum de conjuntos de materiales que suponen una elevada condensación de valor intrínseco adscrito, en palabras de Renfrew (1986), y en los que, como era de esperar, tienen un papel central las armas. Y las armas son, precisamente, uno de los atributos principales del arte rupestre de este período de la prehistoria reciente.
Además de los usos sepulcrales, la iconografía es una fuente de información de primer orden para un acercamiento como el que aquí se pretende a los datos del registro arqueológico. En las líneas que siguen nos centraremos en una zona concreta, la región Cantábrica de la Península Ibérica, donde existe una serie de representaciones muy características que configuran un grupo iconográfico altamente significativo en relación con el problema del que nos ocupamos. Está constituido por ídolos armados y se encuadra en una etapa que la periodización convencional denomina Calcolítico final/Bronce antiguo. Se pueden diferenciar en él dos conjuntos diferentes, ambos indudables transmisores de ideología intra e intergrupal.
El primero de ellos y más conocido es el que se plasma en las representaciones “de tipo Peña Tú”, compuesto, fundamentalmente, por las figuraciones del abrigo epónimo (Puertas de Vidiago, Asturias) (Bueno y Fernández-Miranda, 1981), los ortostatos de Sejos (Mancomunidad de Campoo-Cabuérniga, Cantabria) (Bueno, 1982; Bueno, Piñón y Prados, 1985; Teira y Ontañón, 2000a), la lastra del Hoyo de la Gándara (Garabandal, Cantabria) (Saro y Teira, 1992), la estela de Tabuyo del Monte (León) (Almagro Basch, 1972) y el reciente hallazgo de Outeiro do Corno (La Coruña) (Fábregas et Al., 2004).
Excluida la posibilidad de una mera redundancia simbólica en la configuración de este grupo iconográfico, el vasto espacio de identificación ideográfica que define pone de manifiesto la existencia, si no de una total identidad sociocultural, sí de una cierta comunidad conceptual extendida sobre un dilatado territorio del norte peninsular. Parece factible, por consiguiente, proponer la existencia de una cierta “universalidad” de significado en el marco de una amplia comunidad cultural. Una colectividad simbólica que desborda largamente las unidades de poblamiento local y que, por tanto, implicaría probablemente la participación de un buen número de células primarias de organización social en un ámbito común y supracomunitario de adscripción cultural y, seguramente, social. Esta hipótesis, de ser acertada, constituiría un magnífico ejemplo de definición de un espacio geográfico y social en la Prehistoria reciente cantábrica. Un proceso que tendría en las estructuras megalíticas neolíticas sus primeras manifestaciones evidentes y que culmina ahora, transformándose, con estos hitos indicadores de un nuevo universo simbólico, referidos a la expansión de un nuevo orden social. Esta hipótesis podría aceptarse, pues, como argumento en favor del reconocimiento, a fines del III milenio a.C., de un nivel de agregación y organización cultural y social netamente superior al de la simple comunidad doméstica.
↑ Imagen de síntesis de las representaciones “idoliformes” de Collado de Sejos, Cantabria (sg. Teira y Ontañón 2000)
El otro grupo presenta una distribución espacial mucho más restringida, ciñéndose por el momento los descubrimientos a la comarca cántabro-burgalesa de Monte Hijedo (Teira y Ontañón, 1996, 1997, 2000b). Lo componen cuatro paneles rupestres de grabados profundamente excavados en la roca, cuyo motivo central, o único en dos casos, es una figuración antropomórfica muy esquematizada que se resuelve en forma de arco. En el caso de El Redular (Ruanales, Cantabria), el primer conjunto descubierto –a principios de los años 80 del siglo pasado-, la parte central de este diseño contiene un motivo en principio difícil de interpretar, que el descubrimiento de Peña Lostroso (Las Rozas de Valdearroyo, Cantabria) ha venido a esclarecer. En este lugar se conserva un gran panel decorado en el que se observa una composición de idoliformes iguales a los antes citados formando un largo friso en cuyo centro, y separado de los anteriores, destaca un ídolo de mayor tamaño y armado con un magnífico puñal metálico de hoja triangular y complejo enmangue con pomo semicircular. Tenemos aquí, por tanto, un conjunto complejo constituido por una hilera de antropomorfos de idéntica altura y no armados que enmarcan a uno de igual forma aunque mayor y dotado de un atributo que lo distingue claramente de los demás. Estamos, sin duda, ante una primitiva formulación de una técnica de representación desarrollada en tiempos posteriores de la historia del arte, la perspectiva jerárquica, que consiste en otorgar mayores dimensiones al elemento que se desea destacar. El aditamento armado de este motivo antropomorfo central de mayor tamaño confirma que nos encontramos ante una representación inequívoca de diferenciación social.
El proceso histórico que cabe inferir de una interpretación materialista del registro arqueológico disponible en el marco geográfico y temporal objeto de interés en este artículo puede resumirse muy brevemente como sigue (Ontañón, 2003).
En el marco de una base económica caracterizada por un considerable (aunque limitado) desarrollo de las fuerzas productivas, altamente especializada en cuanto a la subsistencia y progresivamente en otros apartados de la producción, y que contempla una considerable dinamización de la circulación de bienes e ideas, se desencadenan importantes transformaciones en las relaciones de producción y reproducción social, tendentes a la concentración de poder económico y, de aquí, político, en algunos grupos familiares (a expensas de los demás componentes de su misma comunidad y, asimismo, en relación con otros grupos vecinos), a través del desarrollo de mecanismos de acumulación y control diferencial de los recursos de producción y reproducción social. Este proceso derivará en el surgimiento de crecientes desigualdades interfamiliares, un fenómeno que conducirá, finalmente, a una radical transformación social. En este contexto, y siguiendo a Meillassoux (1985), la reproducción del conjunto de la sociedad (la redistribución de las subsistencias y/o de la energía humana) se ejercerá de forma institucional en provecho de un sector específico a expensas de otro o, dicho en otras palabras, estará controlada por una fracción de la misma y orientada en su provecho. Se llegará, en definitiva, a una permanente disociación entre el ciclo productivo y el reproductivo, configurándose un sistema social basado en unas relaciones organizadas de explotación de unas personas por otras. En palabras de Godelier (1990), el plustrabajo antes destinado a satisfacer intereses comunes se orientaría ahora al mantenimiento de una minoría detentadora del control sobre los medios (materiales, rituales o de otro tipo) de asegurar las necesidades colectivas. Una elite representada en testimonios materiales y artísticos que traducirían una voluntad de monopolio ideológico con vistas a la legitimación o justificación de un nuevo orden social sustentado en estructuras permanentes de desigualdad. Este proceso de diferenciación social comenzaría por la adaptación a los nuevos modos de dominación de las formas de poder precedentes, expresadas en una gradación de rangos o estatus en la que el escalón más alto lo ocuparían individuos masculinos adultos, y terminará por la institución de verdaderas estructuras de poder político.
Expresiones significativas de ese proceso en el registro arqueológico son el modelo de circulación de largo alcance de bienes de alto valor primario, el acopio e inmovilización de estos en tumbas y depósitos y la iconografía del nuevo arte rupestre. A un nivel más especifico, el registro ofrece algunos indicios acerca de la naturaleza de los nuevos mecanismos de dominación, como la ubicua presencia de las armas entre esos objetos “de aparato” y su adscripción individual, bien a personas reales (vivas o muertas) o a efigies antropomorfas, lo que remite sin duda a alguna forma de poder personalizado, cualificado mediante su vinculación con un rango de actividades muy específico que incluye las venatorias y las bélicas. Es, desde luego, evidente el eminente papel de las armas como medio ideológico de legitimación de las nuevas formas de poder. A partir de aquí parece factible otorgar una cierta importancia a la coacción –directa o indirecta- entre los nuevos engranajes de dominación.
La producción y circulación de esos bienes “de prestigio”, los rituales funerarios o el nuevo arte pueden ser interpretados, parafraseando a Gilman (1991), como evidencias materiales de los esfuerzos de las elites emergentes para mantener su adhesión contra la esperable resistencia de los dominados a su situación de sumisión. En este sentido, tenemos la oportunidad de reconstruir la aparición de la estratificación social estudiando la evidencia de la “conciencia de clase” de la primera clase dominante.
↑ Grabados “idoliformes” del norte peninsular. 1: Peña Tú (Asturias), 2: Sejos II (Cantabria), 3: Sejos I, 4: Hoyo de la Gándara (Cantabria), 5: Tabuyo del Monte (León)(sg. Saro y Teira 1992, a partir de Bueno y Fernández-Miranda 1981 (1); Bueno, Piñón y Prados 1985 (2,3); Almagro Basch 1972 (5).