Siempre me gusta volver a Santander. Es la ciudad en la que nací. Tiene unas playas preciosas, una espléndida bahía y unos bares muy bien surtidos además de una activa filmoteca y un pequeño e interesante museo de arte contemporáneo (MAS). Mi familia y muchos de mis amigos viven allí. Sin embargo, creo que es necesario insistir un poco en la visión crítica de los elementos simbólicos de la ciudad. Sobre todo si son elementos que por su escala o importancia afectan al conjunto de la significación urbana.
La “organización simbólica” de la ciudad define el conjunto de significados que se pueden extraer de los elementos que forman el espacio público de una ciudad concreta. Esta organización viene determinada por una serie de capas o niveles significativos en los que unos significados refuerzan a otros en un efecto redundante. Básicamente estos elementos o niveles de significado son cuatro: 1) El plano de la ciudad; 2) El nomenclátor; 3) El discurso de los elementos escultóricos; y 4) El lenguaje arquitectónico.
1) La ciudad de Santander está muy condicionada por su singular posición geográfica. Forma una península con la bahía a un lado y el Cantábrico al otro. Esta amplia bahía da a la relación con el mar una tranquilidad engañosa, que contrasta con la fuerza del Cantábrico, como se puede observar desde el faro de Cabo Mayor. En el siglo XX el plano de la ciudad se vio dramáticamente alterado por el incendio de 1941, que destruyó prácticamente todo el casco antiguo alrededor del Ayuntamiento y la Catedral, pero respetó los magníficos edificios del Paseo de Pereda. Sin embargo, las posibilidades de reconstrucción de una ciudad interesante arquitectónicamente se perdieron entre la especulación, la escasez y la falta de miras de las autoridades municipales de la época.
2) El nomenclátor: Todavía hoy muchas de las calles y plazas de la ciudad conservan los nombres franquistas: General Dávila, Lealtad, Calvo Sotelo, etc. Se han realizado algunos cambios, como eliminar la Plaza del Generalísimo por Plaza del Ayuntamiento. O la reciente General Mola por Ataulfo Argenta en homenaje al músico cántabro. Pero el grueso de las denominaciones continúa igual.
3) Un aspecto muy importante es el de los monumentos y las esculturas públicas. El eclecticismo, la falta de criterios y la mala calidad de la mayoría de las nuevas esculturas instaladas, no puede esconder el problema mayor: todavía existen numerosos monumentos de apología del régimen franquista: en el paseo de la Reina Victoria, con el homenaje a los combatientes que “liberaron” en 1937 Santander e impusieron su yugo y sus flechas; o el situado en el faro de Cabo Mayor y dedicado a las supuestas víctimas nacionales de la retaguardia republicana que, según la leyenda, fueron arrojadas por ese acantilado. Sin embargo, aquí llegamos a un punto muy importante: la retirada de la estatua ecuestre de Francisco Franco de la plaza del Ayuntamiento en 2008. Se trataba del último monumento ecuestre que representaba directamente al dictador que quedaba en la vía pública en España. La retirada de esta ominosa escultura se fue retrasando año tras año hasta que la presión popular y política obligó a las autoridades municipales a tomar una determinación. La escultura había sido instalada en 1964 y era la tercera que se hizo con el mismo molde. Las otras dos fueron colocadas en Madrid y Zaragoza y ya habían sido retiradas por esas fechas. Para estas notas sobre el significado de la ciudad es muy importante subrayar las consecuencias de este acto, porque inmediatamente se produjo uno de los cambios que actualmente condiciona de una manera especial la organización simbólica de Santander: la instalación de dos gigantescas banderas nacionales. Una en la zona de Puerto Chico y la segunda al otro lado de la ciudad en el “Parque de las llamas”, próximo a las playas del Sardinero. Se trata de dos banderas descomunales que por su escala incluso pueden llegar a representar un peligro en caso de desprendimiento. No en vano cuando se produce una tormenta o sopla viento Sur son arriadas, no sin dificultades, por los bomberos. La proximidad en el tiempo de su instalación con la retirada del monumento a Franco no pueden dejar de interpretarse como una relación de causa y efecto, incluso como un “desagravio”. Se retira el símbolo franquista pero se instala un enorme y desproporcionado símbolo nacional. Las consecuencias simbólicas de estos cambios son inmediatas: todas las banderas nacionales que ondean en Santander (que son muchas) han aumentado de tamaño, sobre todo las colocadas sobre el Banco de Santander y sobre el Hotel Bahía. Además de las que ya estaban colocadas en el edificio del Club Marítimo y en muchas ventanas de casas particulares. Este delirio simbólico y nacional es básicamente negativo. No hay prácticamente en el espacio público ninguna bandera de la ciudad ni de la Unión Europea y mucho menos de la comunidad autónoma. Sólo la nacional. Este símbolo, definido por la Constitución de 1978, presenta unas enormes similitudes con la anterior bandera franquista lo que condiciona de una manera radical su uso. La derecha política se siente muy cómoda con él mientras que la izquierda prácticamente no la reconoce como un símbolo integrador y representativo de la sociedad contemporánea. Más bien se entiende como uno de los muchos sacrificios que hubo que aceptar en la transición política española para lograr el tan magnificado “consenso”, pero con el que nunca se ha sentido identificada. La prueba está en la evidencia de las manifestaciones políticas en las calles: las que tienen una orientación conservadora están plagadas de este símbolo y en las que se orientan hacia la izquierda no sólo está ausente, sino que la que se usa para representar una cierta idea de España es la bandera republicana, con la franja inferior violeta. Ante esto, las administraciones públicas en manos de la derecha política podían haber sido un poco más discretas en el uso de los símbolos nacionales. Pero no, nos imponen a todos unos símbolos de escala gigante y que solo por eso ya chirrían con su entorno.
Este hecho contrasta con otras ciudades próximas como Bilbao, por ejemplo, distante sólo 100 km. Allí no encontramos de ninguna manera enormes ikurriñas que cuando sopla el viento amenacen a los edificios circundantes. Evidentemente estamos ante un caso flagrante de utilización partidista de los símbolos nacionales, un abuso simbólico. Esta proliferación histérica de los símbolos nacionales nos lleva a una visión de España que no tiene nada de plural, de comprensiva y de acogedora, sino más bien lo contrario: exclusiva, intransigente y excluyente. Este símbolo fue fruto de un compromiso y tendría que ser usado con mucho más tacto y cuidado y siempre apareciendo acompañada de los demás símbolos: los europeos, los municipales y los autonómicos.
“El Piano de Botín”
4) Otro caso muy interesante es el de la transformación arquitectónica que supone el nuevo edificio pagado por el Banco de Santander: El Centro Botín de Arte, diseñado por el arquitecto Renzo Piano. Supone una profunda transformación de la fachada marítima de la ciudad.
Podemos pensar en un principio que en una ciudad con tan pocos espacios culturales el proyecto de abrir uno nuevo no puede ser malo. Si a esto sumamos las dificultades que se plantean para los espacios públicos y privados existentes derivados de un capitalismo en crisis como el que padecemos, el resultado es que sólo se oye hablar de galerías o centros de arte en precario, a punto de cerrar o de dudosa viabilidad. Evidentemente, el promotor del Centro Botín de Arte hubiera podido elegir como sede de proyecto cualquier otra ciudad de su gusto, Madrid, por ejemplo. Sin embargo, sobre este edificio, y este centro de arte, cuyo proyecto museográfico y educativo es más que nebuloso me gustaría hacer algunas observaciones.
Primera: su carácter redentor y legitimador. En la teoría y la crítica de la cultura contemporánea ha sido estudiado (aunque en nuestro entorno no de manera sistemática) las relaciones redentoras y legitimadoras del arte en relación con las grandes fortunas. Artistas como Hans Haacke, por ejemplo, dentro de la corriente denominada “crítica institucional”, han trabajado en la denuncia de la relación redentora que el arte supone para el mundo de las finanzas y de la política. Los millonarios, es decir, los dirigentes económicos del capitalismo realmente existente tienen, o suelen tener (aparte de las sociedades privadas de inversión famosas por su baja fiscalidad), fundaciones sin ánimo de lucro con una finalidad cultural o social. Dejando de lado su utilización para reducir impuestos, asumen un pequeño papel de mecenazgo. Sin embargo, esta actitud contrasta con su poco respeto por la ley en los ámbitos no culturales, sino en los económicos, donde realmente se dirime la lucha por el poder y el dinero. Por ejemplo, es bien sabido los problemas con la ley de la empresa Microsoft por su tendencia hacia el monopolio aunque su propietario tenga una gran fundación benéfica. En el caso del Centro Botín de Arte ocurre un caso parecido, ya que en el mismo momento en que se anunció públicamente su creación se supo por la prensa que el presidente del Banco Santander tenía un proceso abierto en la Audiencia Nacional contra él y su familia por delito fiscal en relación con unas cuentas secretas y millonarias abiertas años atrás en bancos suizos. Este proceso judicial abierto a instancias de la fiscalía anticorrupción quedó cerrado previa entrega de una cantidad superior a los 200 millones de euros. Es muy interesante esta doble moral aplicada al mundo de los negocios o al mundo de la cultura y constatar cómo el arte sigue siendo uno de los mecanismos principales de construcción de una imagen pública benefactora y social que muchas veces oculta la ferocidad real de sus protagonistas. Porque ¿quién puede afirmar ahora, con este precedente, que no exista la fundada sospecha de que pueda haber muchas cuentas secretas más a nombre de esta familia, en otros paraísos fiscales más seguros?
De la misma manera que el centro Botín se hubiera podido construir en otra ciudad (Madrid, por ejemplo), también es cierto que se hubiera podido instalar en algún edificio antiguo pendiente de restauración, como se ha hecho con la nueva biblioteca regional, instalada en los antiguos almacenes de Tabacalera. Sin embargo sus promotores han preferido un edificio nuevo en primerísima línea de mar, enfrente de la sede del Bando de Santander. Sede, que dicho sea de paso, consta de dos edificios en el paseo de Pereda unidos por un enorme arco que en el momento de su construcción pasó por encima de todas las normas urbanísticas existentes. En realidad, lo que se pretende con este nuevo equipamiento es reforzar el eje visual que, iniciándose en el arco del paseo de Pereda, pasa por el centro de arte y atravesando la bahía, llega hasta las grandes instalaciones bancarias del Santander situadas al otro lado y que se pueden distinguir desde la ciudad por medio de un permanente faro de luz roja (que, aunque no lo parezca, no tiene nada que ver con un famoso local de alterne situado en las inmediaciones de la población de Heras). La idea de este eje ha quedado un poco alterada porque implicaba la destrucción de la “Grúa de piedra”, una grúa histórica protegida legalmente. En cualquier caso y aunque la escala del edificio no es excesivamente grande, la acumulación de elementos urbanos vinculados a los negocios y fundaciones culturales de la familia Botín en este lugar es impresionante. Sobre todo si tenemos en cuenta la remodelación urbana con el túnel para el tráfico rodado que implica esta obra. Evidentemente, el gran arco del paseo de Pereda está coronado con una bandera nacional que ha multiplicado por tres su tamaño desde la instalación del banderón de Puerto Chico.
Pero la presencia física de las propiedades de la familia Botín no se limita a esta zona, sino que se prolonga al paseo de la Reina Victoria con una enorme franja de terreno que abarca desde el mar hasta el promontorio del Hotel Real. La sucesión de mansiones en sentido vertical y horizontal es particularmente impresionante y abarca diferentes ramificaciones de la familia.
Si volvemos al caso del Centro Botín de Arte nos damos cuenta de que si bien ha habido una pequeña polémica sobre su ubicación y sobre su escala (se ha instalado en terrenos públicos del Puerto de Santander y se ha tenido que realizar un convenio de cesión de los terrenos entre la Autoridad Portuaria y el Ayuntamiento de Santander), prácticamente no se ha hablado de su contenido, que se mueve con vaguedad, sin concreción y a contrapelo entre los conceptos de arte y educación, aunque su función principal será la de mostrar la colección de arte contemporáneo del Banco de Santander. Es una lástima que sólo se esté planteando el contenido del centro en términos de exhibición y servicios educativos (como en la mayoría de los treinta y tantos museos de arte contemporáneo repartidos por España) y no en términos de producción, crítica y relación con el entorno, que sí que supondría un hecho diferencial respecto a los otros centros. Santander carece de facultad de Bellas Artes y los artistas locales viven en el mayor de los desamparos. Sólo la programación del antiguo museo de Bellas Artes (hoy MAS, Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria) muestra algunos aspectos destacados de la actualidad artística a nivel estatal. En concreto, este último verano incluso se podía visitar una exposición de la artista Núria Güell, joven y destacadísima figura del arte político contemporáneo.
En realidad, los medios de comunicación, siguiendo la estela del discurso político, ni siquiera entran en el fondo de la cuestión y valoran el nuevo centro de arte en términos estrictamente espectaculares: más turismo, más presencia en la televisión, mejora de la imagen de la ciudad, que será más moderna… Es igual que este lujoso nuevo centro de arte surja en un contexto de polarización de la riqueza y la pobreza y de destrucción de los tejidos sociales, productivos y empresariales. Es bueno en sí mismo, aunque sus visitantes estén compuestos a partes iguales por turistas y parados de larga duración. Por otro lado está claro que estamos ante los efectos de la marea del fenómeno Guggenheim de Bilbao. La proliferación de banderas nacionales gigantescas, que se puede entender como la instalación de amuletos que inmunicen el territorio contra la extensión de la epidemia de los nacionalismos “periféricos” no ha podido evitar la influencia del País Vasco en base al terremoto Guggenheim: toda ciudad que quiera “salir en el mapa” tiene que tener un edificio espectacular de un arquitecto famoso cuyo contenido tenga algo que ver con el arte. Esta tendencia, que empezó en los años 90 con los acontecimientos de Barcelona y Sevilla y que sólo ha sido detenida por la crisis económica, ha dejado un reguero de enormes y carísimos edificios, pagados con dinero público, algunos sin acabar, como el de Santiago de Compostela, y de dudosa utilidad práctica, a costa de sacrificar a su favor, las reales prioridades de la ciudadanía.
Conclusiones de estas notas
De este rápido y breve análisis de los principales elementos simbólicos del espacio público de la ciudad de Santander se desprenden las evidentes dificultades que la ciudad ha tenido y tiene para adaptarse, simplemente, a los nuevos tiempos democráticos. Igualmente, muestra sus dificultades en el momento de querer adaptarse a los estándares de las modernas ciudades espectáculo (en el sentido Debordiano y negativo de la palabra). La total ausencia en la ciudad de símbolos que recuerden su pasado republicano y la tremenda represión que siguió a la toma de la ciudad por las tropas fascistas en 1937, no es sino la muestra más evidente de las relaciones de poder en la ciudad. Solo recientemente se han instalado en el cementerio de Ciriego, a quince kilómetros de distancia, unos monolitos que recuerdan los nombres de los centenares de represaliados (cerca de dos mil) que están enterrados en su fosa común, por iniciativa de la asociación Héroes de la República y por la Libertad.
El origen del mal hay que buscarlo en el absoluto poder de una intransigente, genéticamente caciquil y cavernícolamente reaccionaria oligarquía de un reducidísimo grupo de familias que controlaba y controla todo lo que pasa en la ciudad. Las instituciones que gobiernan la ciudad no hacen más que vitorear, asentir o poner alfombras rojas a los deseos de estas familias por pequeños que parezcan. Evidentemente, el poder no está en esta pequeña capital de provincias, pero sienten un cariño nostálgico por los rituales de la oligarquía de provincias entre los paseos en velero del Club Marítimo, los juegos del Club de Tenis, su paz social, la ausencia de industrias y obreros y la cercanía de los Botín, encarnación viva del Dinero con mayúsculas. Evidentemente, hablar de los problemas con hacienda es de mal tono. El triste final de una publicación tan interesante como La Realidad es una palpable muestra del poder de esta oligarquía cuando no le gustan las críticas.
Por otro lado, también es evidente la incapacidad de las fuerzas de izquierda de conseguir una mayoría de votantes que al menos, desde un punto de vista institucional encaminara su acción en otras direcciones. Sin embargo, y aunque no sea mayoritaria, existe una creciente masa crítica estimulada por algunas activas asociaciones como las feministas de la Asamblea de Mujeres de Cantabria, los internacionalistas de Interpueblos, los ecologistas de Arca, las asociaciones de recuperación de la memoria histórica, las asociaciones culturales de revitalización de los tejidos urbanos como Sol Cultural o partidos políticos como Izquierda Anticapitalista, que están realizando una enorme labor política, cultural y estética en uno de los contextos sociales más difíciles. De ellos depende que el concepto más emancipador, rico, cívico y popular de la cultura continúe vivo.