En tiempos de crisis como los actuales en los que el paro alcanza unas cifras nunca vistas y las relaciones de poder entre el trabajo y el capital se decantan de manera espectacular a favor del segundo, puede ser interesante volver la mirada hacia las ideas que algunos de los artistas más importantes han planteado en relación con el trabajo humano. En épocas y contextos diferentes Lorenzeti, William Morris, Guy Debord y Joseph Beuys han reivindicado otra idea del trabajo humano que la impuesta por el capitalismo.
La reflexión sobre el trabajo humano es un tema central de los estudios sociales y de la filosofía. Por medio del trabajo los seres humanos se alimentan, se visten, construyen herramientas, se relacionan con la naturaleza, construyen sus ciudades y elaboran su universo simbólico. En este sentido, la energía humana se convierte en trabajo cuando se utiliza en un sentido constructivo, transformador. Sin embargo, también es en el propio trabajo donde podemos encontrar el germen de la desigualdad humana a través de las sucesivas divisiones y especializaciones que se han producido a lo largo de la historia. Es interesante cómo en la historia de la humanidad el trabajo en tanto que condensación de la energía humana siempre ha presentado (a la vez) estas dos caras: la positiva de la construcción, de la transformación, incluso de la realización personal a través de una actividad concreta y la negativa de la esclavitud, del trabajo alienado y el paro masivo. El esplendor de los imperios antiguos y también de los coloniales, tenía su reverso en el esclavismo. Los logros de la revolución industrial tenían su cara sucia en los proletarios explotados, e incluso los avances de la sociedad contemporánea tienen su otra cara por un lado en los millones de parados y por otro en aquellos grupos de personas que ni siquiera llegan a ser explotadas (marginados, inmigrantes) porque sus perspectivas de encontrar un trabajo por precario que sea, son prácticamente nulas.
El trabajo siempre ha sido un valor, aunque también ha tenido ribetes de maldición bíblica (“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”). Lo malo ha sido que en ese valor nunca se distinguió entre las dos caras del trabajo que antes he aludido.
La ciudad de Siena en el s. XIV vista por Lorenzetti
Es un planteamiento recurrente del pensamiento occidental la idea (de raíz platónica) que una de las bases fundamentales del orden y el progreso de la sociedad es que cada persona ejerza su trabajo de la mejor manera posible, con virtuosismo, cada uno en su sitio, con dedicación, sin pensar en las divisiones ni en las injusticias. Si los gobernantes son justos, honrados y temperados, si los aristócratas son bellos, bondadosos y utilizan su energía para cazar, no para oprimir; si los trabajadores, campesinos y comerciantes son diligentes, cumplidores, ordenados… la sociedad irá a mejor y los espléndidos edificios de la ciudad reflejarán esta armonía…
Esta supuesta armonía pre capitalista es la que se refleja en el fresco de la “Alegoría del buen gobierno” de Ambroggio Lorenzetti. Me gustaría empezar hablando de una obra por la que siento un aprecio especial y que es la que me ha dado la idea para el escrito: Las alegorías y los efectos del buen y del mal gobierno en la ciudad y en el campo, de Ambrogio Lorenzetti. Se trata de los famosos frescos que decoran las tres paredes de la Sala dei Nove en el Palacio Público de Siena. Realizados entre 1338 y 1340 cuando el pintor contaba con cincuenta y cinco años de edad y ocho antes de que muriera de la peste que en aquella época asolaba Europa. Intentaré no utilizar una mirada de historiador del arte sino de espectador contemporáneo fascinado por lo que Lorenzetti pintó hace seis siglos. A veces he pensado por qué me gusta tanto esa obra que me hace quedarme allá embobado tiempo y tiempo, para desconcierto de mis compañeros de viaje. Las dos o tres veces que he estado en Siena contemplando esta obra siempre me he ido con deseos de volver, con la sensación de que no la había agotado. En realidad, la parte que me gusta es la ilustración del buen gobierno, porque la que está enfrente (el mal gobierno) está muy deteriorada y entre las dos, las alegorías de las virtudes del gobernante son más tópicas. Me gustaría ir directo al centro de la cuestión: creo que lo que hace a la pintura tan interesante y tan excepcional es que pone al trabajo humano en el centro mismo de la idea (positiva) de la ciudad y del campo. Los que construyen la ciudad y el campo son los albañiles en los edificios, los artesanos en sus tiendas, los comerciantes en sus comercios y con sus mercancías, incluso los niños en clase con su maestro. Al otro lado de las murallas los campesinos siegan el trigo, cuidan las viñas y realizan las labores del campo con una precisión que el pintor se ha entretenido en mostrar como si fuera un catálogo de los oficios agrícolas y los oficios urbanos. En este fresco hay una patente apología de la dignidad del trabajo humano y de su importancia social. Es una pintura que refleja orden, no transformación ni cambio: la ciudad está espléndidamente construida y el campo espléndidamente cultivado. Entre la ciudad y el campo la muralla no está cerrada, sino que es una puerta, un lugar permeable por el que entran y salen ganaderos con sus piaras o comerciantes con sus productos. También salen los aristócratas para cazar. Ellos no trabajan, por definición viven del trabajo de los demás. De las rentas de sus tierras o de los impuestos. Sin embargo, el lugar que ocupan es pequeño, casi anecdótico en comparación por el gusto con el que el artista nos explica cómo los campesinos hacen las gavillas, trabajan la tierra o varean las espigas para separar el grano de la paja. Como he comentado, seguramente es una noción de orden que emana de Platón y su idea de que cada uno debe ocupar su sitio y sólo su sitio, sin movilidad social, por tanto, un orden conservador. Pero también es un orden laico, no hay ninguna referencia a la Iglesia y es un orden republicano: no hay ninguna monarquía hereditaria representada. La imagen de la aristocracia es pequeña, casi anecdótica. No hay enfermedad ni escasez ni destrucción ni abusos ni injusticias: todo eso se reserva para el fresco del otro lado. Los hombres se aplican a cumplir diligentemente con su trabajo: son virtuosos, aplicados y saben que en su “virtud”, en su excelencia, que diríamos ahora, radica el éxito de la ciudad. Ellos son los que construyen la ciudad.
Es evidente que este fresco no muestra la ciudad realmente existente, sino que la idealiza. Aunque se pueden identificar los edificios de la Siena del trecento, la casi inmediata epidemia de peste negra haría que la ciudad se pareciera más al lado del mal gobierno que al que he descrito. Sin contar las desigualdades sociales o las continuas luchas con la vecina República de Florencia, a la cual acabaría siendo anexionada. De todas maneras yo creo distinguir en estos frescos una idea de apropiación de la ciudad por medio del trabajo humano. Nominalmente es el buen gobierno, pero en la práctica la ciudad la construyen los trabajadores, los artesanos, comerciantes, campesinos. Ellos son los protagonistas y se podría decir que a ellos pertenece.
Creo oportuno hacer dos observaciones más sobre esta obra. Por un lado me imagino que este modelo de ciudad idealizada de artesanos y campesinos es al que respondía el aprecio que intelectuales del siglo XIX como William Morris tenían por la ciudad medieval en contraposición a la gris y oscura ciudad contemporánea de masas alienadas, obreros industriales, explotación colonial y nuevos ricos de fortunas inmensas. Por otro lado, la ciudad medieval, en toda Europa y sobre todo en Italia, marca el renacimiento de la ciudad europea después de la caída, de la disolución del Imperio romano de Occidente en el siglo V. La red de ciudades medievales europeas (anteriores a las naciones y los estados modernos) todavía marcan el territorio del continente y como recuerda Benevolo, constituye no solo una de las bases de su desarrollo económico y cultural, sino también una de las bases de nuestro imaginario, de nuestros sentimientos de pertenencia y de sentido de la ciudadanía.
Por último merecería hacer una alusión a la ilustración del mal gobierno. La pena es que está muy deteriorado. Sólo se conserva una pequeña parte en la que se ven los edificios desconchados y semidestruídos y la gente muerta y enferma por la calle. Es curioso este paralelismo entre la salud de los edificios y la salud de las personas. Nadie trabaja, todo está abandonado. La enfermedad, la destrucción y el abandono reinan en la ciudad ruinosa. Es paradójico, pero como he dicho, resultó más profético y más realista esta segunda parte que la primera. También es la peor conservada, como si quisiéramos destruir los espejos que nos reflejan y ensalzáramos las visiones idealizadas de lo que nos gustaría ser o de lo que dejamos atrás y donde no podemos volver.
William Morris (1834-1896)
Los artistas tienen una relación especial con el trabajo. En el mejor de los casos la podríamos definir de “ideal” porque en su trabajo se pueden realizar como individuos. Su relación individual con el mundo se construye con su trabajo, toma cuerpo. Su trabajo es libre. No proviene de una demanda externa. Nadie le ha pedido al artista que lo sea, la sociedad no necesita a priori su producción hasta que ésta ya ha existido. Podríamos decir que su praxis vital se realiza en la realidad, transformándola, aunque sea de manera simbólica. La existencia de la obra, su recepción, interpretación y valoración por parte de las demás personas, asegura un alto grado de realización personal para el creador. Sin embargo, el artista en tanto que ser humano también tiene una dimensión colectiva condicionada por la historia, por el lugar, por la clase social y sabe que desde este punto de vista colectivo también aspira a una “realización” (liberación, anhelo de justicia social, resolución de las contradicciones) pero sabe que la realidad solo puede ser transformada en el momento en que la creatividad se une con la sociedad, es decir, se transforma en política.
William Morris fue un artista consciente de las dos caras del trabajo humano. También fue consciente de sus privilegios. Es de todos conocida su habilidad para el arte y el diseño y la influencia de sus empresas y de sus ideas para los movimientos de arte y diseño de la Inglaterra victoriana cuyos representantes más destacados son el Prerafaelitismo y las Arts and Crafts. También son conocidos su aversión al calor italiano y su gusto por la ciudad medieval y el paisaje y la poesía oral de Islandia. Sin embargo, me gustaría poner la atención en una cualidad poco común entre las personas: la de ser críticos ante su propia época, denunciar las injusticias contemporáneas y poner todo el empeño en su transformación. Evidentemente, pocas personas lo hacen, no sólo por falta de inteligencia o lucidez, sino también porque esta actitud implica el enfrentamiento con el poder y la renuncia por tanto a los cargos, prebendas y privilegios de los que disfrutan los aduladores.
Quizá donde se refleja mejor esta actitud sea en uno de sus últimos libros titulado “Noticias de ninguna parte” (News from Nowhere), impreso en la propia imprenta de Morris, Kelmscott Press, en 1892. Este libro describe los rasgos principales de cómo es la sociedad posterior a la revolución: la sociedad comunista ya consolidada. Está escrito en forma de diálogo entre dos personas. Un señor muy mayor que conoce perfectamente cómo se produjo el cambio y un hombre joven que va haciendo preguntas para conocer el proceso. El capítulo XV se titula: “Sobre la falta de estímulo para el trabajo en una Sociedad Comunista” y es en el que se desarrolla la idea central del cambio social.
En esta sociedad comunista el trabajo es voluntario y sin remuneración. El trabajo es un placer, no una pena o una obligación. La remuneración es el propio placer de realizarlo:
“La remuneración del trabajo es la vida, ¿le parece poco?” Dice el señor mayor a su interlocutor. El único miedo es que ante la abundancia de riquezas, el trabajo escasee:
“Todo trabajo es hoy agradable, ya que la esperanza de ser honrado y contribuir al enriquecimiento de la producción suponen un agradable estímulo, aun cuando ciertos trabajos no sean agradables en sí mismos, y esto ha sucedido tanto porque el trabajo ha llegado a convertirse en una agradable costumbre, como ocurre con lo que usted llamaría trabajo mecánico, como porque (y la mayor parte de nuestro trabajo es de este género) el trabajo proporciona por sí mismo un verdadero placer sensible; o sea: se ha convertido en labor de artistas.” (p. 163) (Citado en William Morris y la ideología de la arquitectura moderna, Mario Manieri Elia, Gustavo Gili, Barcelona, 1977)
Para ambos ésta es la cuestión fundamental en comparación con el viejo mundo. Ante las preguntas sobre la forma en la que se produjo el cambio, las respuestas son sorprendentes porque si bien Morris pensaba sobre el siglo XIX y los imperios coloniales, las ideas son perfectamente extrapolables a la sociedad de consumo y a la globalización de finales del siglo XX. De hecho, las críticas de Morris apuntan en dos direcciones que están perfectamente conectadas: el aumento enorme de la producción y el abaratamiento de la misma independientemente de la necesidad o inutilidad de lo producido y sin reparar en su calidad. En segundo lugar, la necesidad de buscar mercados en los que colocar estos productos:
“Había que sacrificar todo a lo que se llamaba el abaratamiento de la producción: el placer del obrero en la ejecución de su trabajo; y aún más: su bienestar mínimo, su comida, sus vestidos, su habitación, su salud, su tiempo, sus recreos, su educación, su vida en suma, no pesaban ni un gramo de arena en la balanza que los midiera con la espantosa necesidad de abaratar la producción, un gran contingente de la cual no merecía la pena de ser producida.” (p.166)
Una vez producida la revolución esta situación acaba de forma radical: “Las mercancías que producimos nosotros están hechas para servirnos de ellas; se trabaja para el bienestar de los demás como se trabajaría para uno mismo, y no para un mercado abstracto del que nada se sabe” (p.167)
Esta es una idea fundamental de la alienación en el trabajo: la lucha contra el poder del mercado abstracto, intangible, que sin embargo, determina la vida de las personas y por supuesto su trabajo. ¿No nos recuerda esto la situación actual de crisis en la que los dirigentes políticos nos quieren convencer de la necesidad ineludible de realizar ingentes sacrificios sociales (recortes de salarios y prestaciones sociales) para “tranquilizar a los mercados”? La esfera económica (los mercados, el capital, la estabilidad de la moneda) se presenta como algo autónomo, con leyes propias, superiores a las humanas, completamente separado de nuestras necesidades, con características claramente religiosas, y que por supuesto nos exige sacrificios. Evidentemente, esta presentación de la esfera económica como algo separado esconde y legitima la verdad de los intereses reales de empresas y personas concretas (fondos de inversión, bancos, agencias de rating) en beneficiarse de esta situación. Es decir, enriquecerse con ella.
La segunda idea que plantea Morris es la de la conquista de los mercados (la globalización que llamaríamos ahora) y para él es la mejor muestra del peor aspecto del vicio del siglo XIX: “la hipocresía y el engaño, para evitar la responsabilidad de una ferocidad real”. Morris narra cómo las potencias coloniales penetran en los países que hasta ese momento se mantenían ajenos a ellas con cualquier excusa vagamente “moral” (librarles de algún tirano o difundir una religión en la que no creían) con la intención de imponerles por la fuerza las férreas condiciones de un mercado que les es ajeno y “trastornando cualquier sociedad tradicional que encontrase en el país subyugado; destruyendo todo bienestar y felicidad de sus habitantes” (p.165) De esta manera se les imponen unas mercancías que nunca habían necesitado y además se apoderan de sus productos naturales. Se les impone una forma de civilización que Morris define como “miseria organizada” y no se duda de recurrir a los medios más radicales de dominio, como los “regalos” de mantas contaminadas de viruela que el Gobierno británico enviaba deliberadamente a las tribus incómodas.
Salta a la vista que la denuncia de los mecanismos coloniales de la Inglaterra victoriana afectaba a la esencia misma de la ideología imperial entonces dominante.
Guy Debord (1931-1994)
Para proseguir la investigación que he empezado tenemos que dar un salto en el espacio y el tiempo que nos lleve desde la Inglaterra de finales del s. XIX hasta la Francia de los años 60 del siglo XX. La figura de Guy Debord tanto en su faceta de dirigente del Situacionismo como de artista y escritor ya ha sido comentada en los números anteriores de la revista. También hemos dedicado algunos textos a comentar la importancia del concepto de cultura que se desprende del Situacionismo y también a la importancia histórica que tuvo en su contexto. El aspecto que quiero destacar ahora es el de la importancia que da a la idea concreta de trabajo.
Es sabido que tanto el Situacionismo como el texto central de Debord La sociedad del espectáculo (1967) manifiestan un rechazo frontal a la ética del trabajo en los términos conservadores antes expuestos. Los conceptos fundamentales sobre los que se construye su teoría son conocidos: la alienación y el fetichismo de la mercancía. De la alienación ya he hablado un poco. Es un concepto que el filósofo alemán Hegel plantea en el s. XIX y que luego es recogido por otros filósofos, entre ellos, Carlos Marx. Básicamente plantea cómo el ser humano crea y genera instituciones que a pesar de tener este origen humano se dotan de características trascendentes y se vuelven contra los propios humanos. La institución religiosa es un ejemplo evidente, pero Marx lo amplía al ámbito de la economía. El fetichismo de la mercancía, analizado por Marx en su libro “El Capital”, se desprende del concepto anterior. En el modo de producción capitalista la mercancía, generada por un complejo proceso del que el trabajador sólo controla una mínima parte, adquiere unas características propias completamente separadas de su auténtica necesidad. Además, en la sociedad de consumo, la capacidad de poseer estas mercancías puede llegar a tener un estatuto “ontológico”: compro, luego existo. Esta frase, utilizada por la artista Barbara Kruger es un interesante détournement (reutilización de una frase hecha con cambios que transformen el significado) de la frase de Descartes. Estos conceptos habían sido utilizados por la crítica marxista pero con el tiempo habían sido dejados un poco de lado. Es a partir de la aportación del filósofo húngaro Lukács, muy importante para Debord, que vuelven a tomar toda su importancia.
Trabajo / Ocio Trabajador / Consumidor
Debord actualiza y revitaliza estos conceptos porque descubre que ya no son aplicables exclusivamente al trabajo. En una sociedad totalmente sometida al imperio de la economía, la alienación afecta a la globalidad de la persona. Debord lo plantea en el parágrafo 43: en la mentalidad de la clase dominante del siglo XIX el proletario sólo tiene que recibir lo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, no interesa nada más. Sin embargo, en la época de la abundancia al proletario hay que convertirle en consumidor y si antes era despreciado ahora es halagado en su nueva función. “En ese punto, el humanismo de la mercancía se hace cargo del “ocio y la humanidad” del trabajador, simplemente porque la economía política puede y debe ahora dominar estas esferas. Así, la “perfecta negación del hombre” ha alcanzado a la totalidad de la existencia humana.” (p.56)
En la sociedad de consumo el acto de consumir asegura el sentido de pertenencia, pero es una actividad que se basa en una promesa de felicidad nunca satisfecha, en una fuente permanente de frustración. Frustración total ya que es el mundo entero el que se ha convertido en mercancía. Debord denomina “espectáculo difuso” a la sociedad de consumo para diferenciarlo del “espectáculo concentrado” que se da en los países de la órbita soviética, cuyo enfrentamiento es más aparente que real. En el primero el espectáculo funciona como el “catálogo” de ventas, aunque las consecuencias de convertirlo todo en mercancía sean contradictorias entre sí: Parágrafo 65: “Diferentes mercancías estrella sostienen simultáneamente sus proyectos contradictorios de organización de la sociedad: el espectáculo de los automóviles exige una circulación perfecta que destruya las viejas ciudades, mientras que el espectáculo de la propia ciudad necesita barrios-museos” El acto del consumo implica una aspiración a la totalidad inalcanzable paralela a la del acto religioso. Las oleadas de entusiasmo que desata la mercancía son síntoma de su fruición religiosa. Las imágenes transmitidas por televisión en 1989 cuando una vez derribado el muro de Berlín los alemanes del este se paseaban por la parte occidental de la ciudad mostraban la veneración religiosa con la que estas personas entraban en los concesionarios de los automóviles de lujo y abrían sus puertas con cuidado, como si entraran en templos y acariciaban las carrocerías como si quisieran comprobar que realmente existían esos objetos de veneración.
La unción religiosa de la mercancía se manifiesta de muchas maneras. Para los que no pueden comprar demasiado (la mayoría) quedan las “maneras místicas de abandonarse a la trascendencia de la mercancía” (Parágrafo 67) Por ejemplo, el coleccionista de llaveros gratuitos de publicidad en realidad esta acumulando: “las indulgencias de al mercancía, un signo glorioso de su presencia real entre los fieles. Gracias a estos fetiches, el hombre reificado (cosificado) exhibe las pruebas de su proximidad con la mercancía. Como en los arrebatos de los posesos, o de quienes eran sanados milagrosamente por el viejo fetichismo religioso, el fetichismo de la mercancía también alcanza momentos de excitación fervorosa. Pero, incluso en esos momentos, el único goce que se expresa es el goce elemental de la sumisión”. (p.70)
Por otro lado, la lucha entre las diferentes mercancías por querer imponerse a las demás y ser comprada por el consumidor como si fuera única alcanza niveles épicos, pero de una épica trastornada: (parágrafo 66) “En consecuencia, el espectáculo es el himno épico de esta gesta que no detendrá la caída de ninguna Ilión. El espectáculo no canta a los hombres y a sus armas, sino a la mercancía y a sus pasiones. En esta lucha ciega, cada mercancía, siguiendo sus indicaciones, realiza inconscientemente algo en efecto más grande: la conversión de la mercancía en mundo, que es también la conversión del mundo en mercancía.” (p.69)
Como recuerda Anselm Jappe en su biografía sobre Debord, éste fue uno de los pocos que reconoció que la derrota de los países del Este no significaba un triunfo de la versión occidental de la sociedad, sino que constituía, por el contrario, un estadio más del propio fracaso de la sociedad de mercado, de la cual los países de la economía planificada sólo fueron una variante adaptada a los países atrasados. Fracaso que ahora podemos contemplar con toda su fuerza en la actual crisis. Sin embargo, a pesar de su contribución fundamental al análisis de la sociedad de consumo contemporánea, en los años sesenta fenómenos como el paro eran muy pequeños, y todavía en 1992 Debord escribe que el problema central del capitalismo es y sigue siendo “cómo hacer trabajar a los pobres”. Para Jappe, en cambio, el problema central del capital en nuestros días, y la medida de su fracaso, es “que no sabe qué hacer con la inmensa mayoría de la humanidad a la que no necesita ya como trabajo vivo, dado el grado de automatización de la producción.” (Jappe, p.168)
Por último no podemos perder de vista que Debord escribió radicalmente en contra del espectáculo y de los mecanismos de alienación entre los que se encuentra el trabajo y que los analizó en un contexto más amplio. Pero su apuesta fue claramente revolucionaria e incluso apoyó claramente la estrategia consejista mediante la cual los consejos obreros tomarían el control de las fábricas como paso previo a un cambio radical.
Joseph Beuys (1921-1986)
El artista alemán fue uno de los más influyentes en Europa después de la II Guerra Mundial. La mayoría de las obras que podemos contemplar en los museos en realidad son los “restos” de las “acciones” que Beuys realizaba en solitario o con ayuda de sus colaboradores. Influenciado por el neodadaísmo del grupo Fluxus y por el valor simbólico de los materiales del Arte Povera italiano, a partir de los años sesenta orientó su obra hacia la realización de “acciones artísticas” (también se denominan “performances”) en las que en un lugar y en un momento determinados sintetizaba sus intereses estéticos, espirituales y sociales. En 1965, en Düsseldorf, realizó la que marcaría el momento más importante de su etapa “chamánica”. Se denominó “Cómo explicar pinturas a una liebre muerta” y se conserva abundante material gráfico de todo el proceso. En un espacio cerrado dentro de una galería de arte, durante unas dos horas, Beuys, con la cabeza y el rostro cubiertos por una capa de miel y polvo de oro, susurró palabras ininteligibles a una liebre muerta que sostenía en sus brazos mientras se iba acercando a los dibujos, realizados por el propio artista, que colgaban de las paredes. Habría muchos más detalles que tendrían que ser explicados, pero el sentido general de la acción era el de defender la vida (representada por la liebre) contra los enemigos que la acechan.
Beuys siempre trató de fusionar el arte y la vida y consiguió transmitir a través de sus obras sus inquietudes intelectuales que abarcaban casi todo el campo de la sensibilidad humana: desde el interés por la espiritualidad y el misticismo hasta la preocupación por la ciencia, pasando por la política y la crisis ecológica. De hecho, a partir de finales de los años setenta sus intereses se van decantando cada vez más hacia lo político y aquí es cuando formula sus ideas sobre el trabajo humano y sobre el trabajo de los artistas.
Existe un documento muy importante para definir la postura de Beuys sobre el trabajo humano que es una entrevista realizada en 1981 y publicada en el libro Joseph Beuys de Bernard LamarcheVadel, Siruela, 1992. En ella Beuys se ve a sí mismo como un artista de vanguardia, en el sentido de pertenecer a una minoría que ofrece una alternativa para superar el sentido convencional de los hábitos y los comportamientos estilísticos y formales. Una especie de punta de lanza que avanza en otra dirección para escapar de la situación presente. Sin embargo, la concepción de la vanguardia de Beuys no está formada exclusivamente por artistas, sino que al contrario, pueden participar en ella todas las personas que estén por un “cambio social radical”, independientemente de cuál sea su formación. Economistas, científicos, estudiantes, trabajadores, todos pueden unirse a la vanguardia ya que no se trata sólo de transformar el arte, sino que el concepto de la vanguardia de Beuys se propone “en el seno mismo del arte, la transformación de las relaciones sociales”, es decir, apunta a la vida en su totalidad no sólo a los problemas del arte. La vanguardia se ocupa de los problemas a los que se enfrenta la humanidad en la actualidad en relación con los problemas culturales, los derechos políticos y los modos de hacer económicos.
En este sentido, el concepto de vanguardia de Beuys se distancia del de las “vanguardias históricas” en dos sentidos: por un lado ve la necesidad de platear alternativas a lo existente. La vanguardia no puede ser sólo negativa (un ejemplo de esto es la acción titulada: “El silencio de Duchamp está sobrevalorado”), por otro, la vanguardia propone un nuevo proyecto que conduce a la sociedad en su conjunto hacia una nueva forma y para hacerlo pone su punto de mira en el trabajo humano, en cada persona. Se trata de un “concepto antropológico” del arte no del restringido que insiste en la idea de que los artistas se ocupen exclusivamente de su propio campo de acción, en las galerías de arte y los museos. Esta existencia estrecha en un espacio limitado en la que se quiere encerrar a los artistas es, para Beuys, similar a la existencia de los bufones en la corte: válvula de escape para las tensiones que no hace más que consolidar el poder real. Para el Beuys maduro el arte mismo se convierte en un concepto revolucionario. La vanguardia ya no puede limitarse al marco estrecho del arte contemporáneo.
El concepto antropológico del arte pone su centro en el trabajo humano y genera una nueva idea del capital: la creatividad y la capacidad de los hombres como capital. El empeño de Beuys se centra en romper la especificidad (y el privilegio) del trabajo del artista y unirlo al de los demás seres humanos: todas las personas son artistas y todos los artistas son personas. El objetivo es liberador: reconocer la creatividad de todos los hombres no sólo de algunos creadores. De la creatividad en todas las formas de trabajo, no sólo en el arte. De una creatividad que “libere el trabajo y lo eleve a la categoría de acto libre y revolucionario.”
Vemos aquí cómo resuenan algunas de las ideas de Morris, en el sentido de la libertad y el virtuosismo, pero también algunas de las de la tradición marxista en el sentido de la lucha contra la alienación. También podemos encontrar, evidentemente, la influencia de las ideas de Rudolf Steiner en el sentido de la importancia de la espiritualidad y de la evolución de la cultura humana hacia una nueva armonía.
Evidentemente, el convertir el trabajo alienado (o la falta de trabajo que se da en el paro) en un acto libre y revolucionario no es fácil. En primer lugar hay que definir cuál es la situación presente y a qué intereses responde. Beuys es completamente apocalíptico: la humanidad está en unos momentos de máximo peligro: está en juego incluso la propia supervivencia de la especie humana: “Si continúa la destrucción del entorno, así como el sistema econó- mico tal como lo concibe el capitalismo con la explotación de la tierra, el aniquilamiento de la forma de vida natural y la amenaza que pesa sobre la salud del hombre, podemos decir que la vida humana está realmente amenazada…” Sin embargo, Beuys va más allá del “ecologismo blando” que ahora podemos encontrar a derecha e izquierda y dice la causa de que estemos en este estado. No hemos llegado aquí de una manera “natural”, sino que hasta aquí nos han llevado unos intereses concretos: los del poder, del capital, del dinero, del Estado. Tales son los principales enemigos de la humanidad.” Los intereses del capitalismo (en sus dos formas como capitalismo de mercado y de estado) son los enemigos de la vida y por tanto del trabajo humano y contra esos enemigos es contra los que hay que luchar.
El discurso de Beuys es radical. Puede que no sea absolutamente riguroso desde un punto de visa conceptual (se trata de una entrevista, no de un ensayo) pero es muy claro en relación con lo que a partir de su concepto antropólogico del arte el ser humano necesita: un cambio radical de sistema, no una pequeña reforma cosmética. Además, ve claramente cómo la derrota del bloque soviético no sería en absoluto la solución, sino una parte más del problema de la crisis general del capitalismo (en esto coincide con Debord) Además, tiene que haber un grupo de personas que ejerzan presión en ese sentido, este grupo es la vanguardia que se plantea en términos tan amplios y tan acertados como: “Quien hoy se oponga a la tendencia de destrucción de la vida pertenece a la vanguardia”.
Los enemigos ya están definidos y son de carácter ecómico y político. Pero ¿cómo podemos luchar contra ellos? Beuys es un vanguardista que actúa respecto a la producción artística y su respuesta a esta pregunta también está dentro de de este ámbito. Es muy interesante el contraste entre la gravedad extrema del problema: la misma posibilidad de supervivencia de la especie humana y el tipo de respuesta que plantea. Ante problemas menores otras personas y grupos optaron por la lucha armada. Sin embargo su condición de artista y su evidente opción pacifista le hacen plantear lo siguiente: “Frente a la destrucción de la naturaleza y de la humanidad. En este peligro extremo necesitamos una concepción del arte mucho más activa, en tanto que movimiento de liberación de la creatividad para poder escapar al poder que se ejerce contra los intereses del hombre. A este respecto ya no basta el concepto de innovación y vanguardia de la época supuestamente moderna. Necesitamos un concepto tautológico del arte que asuma la totalidad de la interdependencia de los problemas y que proponga modelos científicos capaces de ayudarnos a superar la crisis.” Es interesante subrayar la propuesta de Beuys: lo que necesitamos es un “nuevo concepto de arte”. Es decir ante esta situación extrema el concepto antropológico del arte es una de las claves para el cambio social. La contribución cultural vanguardista es fundamental para realizar un cambio en la mentalidad de las personas y crear las condiciones para forzar el cambio. Esta actividad tiene que tener por objetivo poner a disposición de las personas los conocimientos suficientes para que comprendan que ya no hay solución posible ni con el sistema capitalista ni con el de los países del Este. Ese es el primer paso hacia una sociedad más libre, más igualitaria, más fraterna y totalmente necesaria.
Para Beuys, a la revolución burguesa le tiene que suceder la “revolución humana” y hay que participar activamente en ella. De esa manera, pone como ejemplo su colaboración con la creación de diversas organizaciones que ayudan a concienciar a la gente hacia este cambio de sistema. Así en 1967 Beuys fundó la “Organización para la democracia directa” que en 1971 se convirtió en la Universidad Internacional Libre, que colaboraba intensamente con los “verdes” alemanes. Beuys insiste: “quien hoy se oponga a la tendencia de destrucción de la vida pertenece a la vanguardia.”
Conclusiones
He planteado la línea roja que existe desde las pinturas de Lorenzetti en el trecento en Siena hasta las acciones de Beuys en los años ochenta pasando por Morris y Debord. Son los propios artistas quienes reflexionan a partir de sus experiencias y sus conocimientos sobre el trabajo humano con una finalidad que les une: la idea de liberación de la alienación y la idea del virtuosismo. El trabajo humano (y también su opuesto, el ocio humano) está en la base de la explotación, que es más sutil, pero más poderosa y global, como lo es en la actualidad. El fenómeno del paro obrero, que en nuestros días alcanza unos niveles tan altos, no es sino la otra cara de la misma moneda: el trabajo humano sigue estando organizado por el capital, con el permiso del estado, quien no necesita tantos seres humanos para seguir produciendo. Llegando a situaciones que podríamos denominar obscenas: grandes empresas con enormes beneficios continúan ajustando sus plantillas. La relación clásica entre trabajo y capital está en un momento crítico.
¿Podemos extraer alguna enseñanza de todo esto ahora, treinta años después del texto de Beuys? Creo que sí. La primera es de carácter artístico. Tanto Morris como Debord y Beuys fueron artistas que quisieron ir más allá de la esfera de lo propiamente artístico y romper de esta manera la autonomía del arte que si por un lado da al artista su propio estatus social lo encadena en su aislamiento. De esta manera quisieron fundir arte y vida en un proyecto común y poner en cuestión esta separación. Querían, de alguna manera, ampliar radicalmente el campo de lo estético. Los tres, cada uno a su manera, eran pensadores radicales, que pensaron con su propia cabeza y que hicieron una obra radical. Los tres tenían una aguda conciencia histórica que les hacía reflexionar sobre el papel que el arte y la cultura podían tener en el presente. Sus ideas no estaban dirigidas sólo a los artistas o a los aficionados al arte, sino a todas las personas que tenían sensibilidad artística, pero sobre todo social.
Si nos fijamos en los suplementos culturales de los diarios nos podemos dar cuenta del contraste tan radical que se suele producir entre la línea editorial de los diarios de mayor tirada (muy conservadora) y la libertad de las propuestas culturales. Como si en el arte y la cultura se permitieran, como una especie de válvula de escape, actitudes y propuestas que son sistemáticamente negadas por el pensamiento único que domina la ideología neoliberal. Los artistas que he estudiado nos animan a participar desde la cultura en la otra parte del diario y a transformar radicalmente la realidad, no sólo el arte. Todos estos rasgos pueden seguir siendo vigentes en el contexto contemporáneo.
Por último, estos artistas no se conformaban con cambios superficiales, querían un cambio radical, de sistema, como la única manera de solucionar los problemas. Paradójicamente, ahora, cuando los problemas que plantean no han hecho más que agudizarse cuesta encontrar en el terreno político y cultural un tipo de discurso que nos recuerde estas ideas. De hecho, sólo podemos encontrarlo dentro de la línea del anticapitalismo. En efecto, el llamamiento a la creatividad humana como una forma de construir alternativas en contra del sistema dominante lo podemos encontrar en algunos escritos de Josep Maria Antentas y Esther Vivas: “Los movimientos sociales alternativos se caracterizan por ser motores del cambio social, generar propuestas rompedoras y fomentar nuevas formas de sociabilidad, de pensamiento crítico y de creación artística, liberando la creatividad humana encorsetada en las rutinas cotidianas.” (¿Antisistema? Por supuesto, Público, 15 de octubre de 2010) Además estos movimientos sociales actúan en un contexto marcado por la profunda crisis del propio sistema: “ante un sistema sombrío y violento, incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la mayoría de seres humanos y responsable de una crisis ecoló- gica global que amenaza la propia supervivencia de la especie” De esta manera la toma de posición anticapitalista es ineludible: “En vistas de cómo va el mundo, el anticapitalismo es hoy una apuesta perfectamente razonable y un verdadero imperativo moral y estratégico.”
No hay más que leer los escritos de los artistas anteriores para darse cuenta de que estarían de acuerdo con estas palabras.